El Panteón de Roma es un edificio construido por el emperador Augusto en torno al año 27 a.C. para rendir culto a todos los dioses. Los romanos no rezaban en el sentido en que lo entendemos nosotros, sino que ofrecían sacrificios a los dioses para que estos respondieran a los interrogantes se su vida y solucionaran sus necesidades cotidianas y también aquellas más gravosas. Iban al templo y hacían sus sacrificios a todos los dioses con la esperanza de que al menos uno les fuera favorable. Pero en el Panteón también hay un gran óculo en la cúpula, que representa ese deseo de elevarse y abrirse, de crear un vínculo (re-ligión es re-ligar, volver a unir) con algo o alguien más grande que sea capaz de responder a los últimos interrogantes de la vida, y que ayude a sobrevivir ante la propia pequeñez y ante la inseguridad. Pero, a pesar de estas cosas, lo cierto es que el hombre siente tantas veces que es demasiado pequeño y que es incapaz de acceder o de ‘tocar’ a la divinidad que, por estar en las alturas, se encuentra muy lejos de su vida cotidiana.
Desde aquí se entiende que la llegada del cristianismo supusiera una novedad enorme para los hombres de entonces (y quizá también para los de hoy). Puesto que, con el cristianismo, este óculo que nos conecta con la divinidad ya no está en lo alto de una cúpula, recordándonos nuestra desproporción, sino que está dentro del hombre: en su corazón. Y es ahí, en el corazón, donde Dios se hace el encontradizo, puesto que es Él quien viene al encuentro con el hombre. Él busca así encontrarse con las personas en lo más íntimo de su propia intimidad.
La consecuencia de todo esto es que, si el punto de encuentro entre Dios y el hombre no está fuera y lejos, sino en el interior del corazón, Dios, necesita pedirnos permiso para encontrarnos. Podemos decir sí o no a ese encuentro con Él. Esto se relaciona con el don de la libertad, que es la mayor dignidad que Dios ha otorgado al hombre, puesto que es la condición de posibilidad para ese encuentro interior que buscamos, deseamos y anhelamos, puesto que es lo único que puede plenificarnos. Pero, también es consecuencia de esta libertad el hecho de que podemos decir no a Dios, e incluso abrir la puerta al mal que arruina nuestra vida y la de los demás.
Así pues, aquello que puede cambiar tu vida y transformarla de un templo pagano a un lugar donde experimentar a Dios como padre, depende del sí o no que quieras darle. Depende de que quieras abrir ese óculo interior que es la puerta de tu corazón.
Por ello, puedes leer este texto, puedo hablarte de Dios, puedes decirme que has oído hablar de Él, o pensar que lo conoces, aunque sea de oídas. Pero, hasta que no abras la puerta de tu corazón y le digas «sí, quiero conocerte, quiero que entres para encontrarte, quiero amarte», no sabrás realmente quién es Dios. Puesto que nuestro Dios no se impone, sino que se propone, llama a tu puerta y entra en tu vida si le abres (Apocalipsis 3, 20).