Escribe Milan Kundera en La insoportable levedad del ser que «la persona que pierde su intimidad lo pierde todo». Esto es muy cierto, porque la intimidad es como la voz de ese narrador omnisciente que va estructurando técnicamente una compleja arquitectura, la trama de una misteriosa ficción: la historia de nuestra propia vida.
Por eso me apena leer que una empresa finlandesa exige a los aspirantes a un empleo en su organigrama que faciliten la contraseña de su correo privado. La negación de la intimidad en pos de las exigencias del mercado laboral es un paso peligroso y obsceno porque no significa solamente el acceso a una cuenta privada, sino que se pide la llave de nuestras soledades. Antonio Machado, el poeta de la intimidad rutinaria y trascendente, nos avisa de que «las galerías / del alma que espera están / desiertas, mudas, vacías: / las blancas sombras se van». No es casualidad que en Machado las soledades y las galerías vayan juntas: son las soledades de la intimidad las que nos conectan con las galerías del alma.
Si damos esa llave perdemos esa voz narrativa que todo lo ve y todo lo conoce: que todo lo procesa y que de todo hace memoria. La contraseña es trasunto de nuestros silencios, pero también de nuestras conversaciones anodinas, cotidianas y monótonas, que son el esqueleto de nuestra intimidad. Los correos que mandamos entre transbordo y transbordo, con los bostezos de la primera hora, el café recién tomado, la mochila como un peso muerto, las respuestas monosilábicas; otros correos que parten como telegramas, saltando entre los repiqueteos del metro, al final de la tarde, el sol fragmentado entre edificios de varias alturas.
La voz narrativa que es la intimidad nos educa muy sensiblemente; nos ayuda a valorar la raíz, por ordinaria o indeseada que esta sea. Es el motor que nos hace emocionar ante la habitación vacía cuando partimos, tal y como se dolía el Cid al contemplar las «puertas abiertas e uços sin cañados / alcándaras vacías, sin pielles e sin mantos, / e sin falcones e sin adtores mudados».
La nostalgia de los armarios con las puertas entreabiertas que muestran sus perchas lánguidas y desnudas como metáfora de la auscultación de los correos privados por parte de los departamentos de recursos humanos de una multitud de empresas creativas y originales.
El llanto del héroe desterrado de su casa, que son otras lágrimas para los mismos tiempos, los clásicos que lo son porque hablan de lo mismo que ahora vivimos nosotros.
¡El hielo está cerca!, que gritaba Nietzsche. Gritemos, pues, con él.