Cada cuatro años, fiel a su cita, llega el mundial de fútbol, y todo parece detenerse cuando el balón comienza a rodar en cada partido. Pero no todo son luces. En las semanas previas hemos sabido también de muchas sombras: el excesivo gasto en Brasil para levantar nuevos estadios mientras sus ciudadanos carecen de una educación o un sistema de salud de calidad; las corruptelas de la FIFA, con su presidente a la cabeza; el aumento de la prostitución en las ciudades donde se juega el mundial, con menores también como víctimas; y muchos se quejan de que estas semanas toda la atención se centra en estos hombres pateando un balón con con todos los problemas que estamos sufriendo.

Pero inevitablemente, hasta los que no somos muy «futboleros», nos ponemos nerviosos cuando comienza el partido de nuestro país, nos pegamos el berrinche cuando perdemos -y más si es con paliza incluida-, nos alegramos con la derrota de aquellos viejos rivales, disfrutamos del buen fútbol y celebramos con amigos las victorias.

El mundial no puede ser un narcótico que nos haga olvidar los problemas reales o que adormezca la lucha por la justicia. De hecho puede ser incluso una oportunidad. Ojalá los jugadores y entrenadores aprovecharan su tirón popular para ayudarnos a crecer como sociedad, que las voces proféticas de nuestro entorno sigan gritando las injusticias en cada partido y que todos los que disfrutamos del deporte crezcamos en conciencia social y compromiso.

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