Seguramente reconozcas esta frase de un anuncio navideño de turrones. De pequeño me sorprendía: “¿y quién va a querer comprarlo?” Ahora en cambio no me cuesta imaginarme lo bien que queda aparecer en la mesa con ese turrón. Y es que lo caro atrae… entonces, ¿podemos escapar de subestimar lo barato?, ¿podemos llegar a valorar lo gratuito? Hagamos con estas líneas un viaje de lo caro a lo gratuito, de pagar lo debido a entregarlo todo con gratitud… Es curioso que el ejemplo de aquel turrón carísimo, que tenía la capacidad de provocar la distinción de sus privilegiados compradores, ha dejado de sorprenderme. Hace poco oí decir a un profesor universitario que si quieres que un curso de posgraduado sea valorado le has de poner un precio alto; así la gente se interesará por saber qué se ofrece que cuesta tanto… Parece que tenemos muy interiorizado que si algo merece la pena tiene que ser caro y difícil de conseguir.

Y ahora, pirueta al canto, me pregunto si esto podría ocurrir también en lo religioso. ¿Me han cobrado alguna vez por una misa en la que he sentido a Dios entre mis dedos?, ¿alguna vez me han puesto difícil el ser perdonado por Él?, ¿cuánto costaría un rato de oración que acaba con lágrimas de felicidad? Aunque contradiga todo lo que veo a diario me niego a asumir que por no cobrarme, esas experiencias no valen nada… Al contrario, siento que es lo más valioso que tengo.

Está claro que Dios se salta a la torera la lógica de lo que valen las cosas en nuestra sociedad. Él nos introduce en una lógica radicalmente distinta: la gratuidad. Y una experiencia de gratuidad cambia la vida. Recuerdo un tiempo en el noviciado en que me sentía muy débil y torpe… caía una y otra vez en lo mismo. Y siempre volvía a mi oración esa imagen del Padre corriendo a abrazar el regreso del hijo pródigo. Señor, ¿pero cómo vas a volver a recibirme con el mismo cariño? No puede ser. Tienes que pedirme cuentas para que espabile… Pero Él no lo hacía. Hasta que me llegué a desesperar y me enfadé: ¿Cómo amar a este Dios tan… tonto? Con el tiempo esa supuesta tontería de ofrecer día tras día el abrazo siempre nuevo, acabó por enraizar en mí una confianza inamovible en su Amor. Aquella experiencia cambió mi modo de relacionarme con Él porque experimenté por primera vez lo que quema la gratuidad. Sentir su Perdón y su Amor de forma tan incondicional desborda tanto que desde entonces la vida quiere volverse respuesta. ¿Por qué? Porque sí, por amor, pues nunca habré dado lo suficiente como para devolver lo recibido. Por eso el seguimiento nunca puede agotarse. Su Gratuidad y mi gratitud se convierten en un motor inagotable. 

Para calcular su valor, ¿cuánto podría costar un Amor así?

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