Recibir algo gratis resulta extraño e indicativo de estafa. En el caso de un regalo, suele haber algún contexto que lo justifique. Por eso cuesta asimilar que el amor de Dios sea un regalo incondicional. O, lo que es lo mismo: Dios nos ama a cambio de nada.
Esta dificultad nos suele llegar a todos. A veces es nuestra mentalidad económico-social, ya que tendemos a aplicar una lógica mercantilista a nuestros planes. Dejamos de hacer algo cuando supone un elevado coste y lo hacemos cuando obtenemos un beneficio proporcional o mayor al esperado. Véase, por ejemplo, la parábola de los trabajadores de la viña (Mt 20, 1-16). También nos entregamos a los demás según el protagonismo y cariño que vayamos a recibir. Te sugiero ver el programa de First Dates o escuchar ciertos testimonios de voluntariado y contar las frases que empiezan por «yo, mí, me, conmigo».
Otras, en cambio, comprendemos mal las creencias. Las principales religiones, a veces, y quizás también el mundo de la cultura han profesado la idea de dioses castigadores, a los que había que obedecer y alabar para no provocar su ira. Pero, si lo contrario a la fe es el miedo y Dios quiere que seamos felices, ¿por qué creer que es fiscalizador y vengativo? Es cierto que Él nos invita a seguir los valores del Evangelio y realizar los sacramentos. Pero lo hace con ternura, desde la libertad y para nuestro bien. Por eso resulta incoherente vivir nuestra fe con la continua tensión de no agradar suficiente a Dios.
De vez en cuando deberíamos acallar las preguntas que nos avasallan, respirar hondo y abrir el corazón. Así podremos dejar a un lado nuestras teorías y sentir el amor de Dios, que es tan gratuito como infinito.