Ese momento en el que pasas no muy lejos de un grupo de jóvenes haciendo botellón, y escuchas de fondo cómo se ponen a cantar canciones de misa. Padres con hijos disfrazados en un lugar donde todos les miran raro. O la típica boda, donde los novios deciden poner música que no pega ni con cola en ese instante, porque así despiertan algunas sonrisas cómplices entre sus amigos. Ocasiones donde la gente confunde el momento con el espacio.
Y de la misma forma que a veces nos chirría este desfase espacial, también nos ocurre lo mismo con el desfase temporal. Niños sometidos a canciones de adultos. O, lo que suele ocurrir en pastoral a menudo, adolescentes escuchando canciones de misa de niños porque les divierte más, adultos cantando canciones de cuando eran jóvenes –hace muchas décadas– y profesores haciendo dinámicas de adolescentes, porque sencillamente les hace gracia, entran mejor o les trae recuerdos de su infancia. Esto cuesta entenderlo, pero pensemos en aspectos como la alimentación, la cultura, la salud, la sexualidad o el aprendizaje de idiomas, donde ya nos ponemos todos mucho más serios y hacemos el esfuerzo por ir bien acompasados.
Evidentemente, este desfase temporal tiene una buena intención, y alumbra un deseo de acercar la fe. Sin embargo hay un riesgo claro: infantilizar la fe y, por tanto, equivocar a las personas alimentándose con aquello para lo que no están preparados, o que sencillamente no les corresponde con su madurez actual, sea cual sea. Por eso corresponde recordar aquellas palabras de san Pablo: «cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, juzgaba como niño; mas cuando ya fui hombre, dejé lo que era de niño».
La fe es algo importante y necesario, y de la misma forma que no damos álgebra en infantil ni enseñamos a leer en bachillerato, intentemos dar a cada uno aquello para lo que está realmente preparado, porque la fe no es cosa menor.