Qué tendrá la primavera que el fútbol nos altera. Me pongo a planificar lo que queda de curso y repaso de reojo el calendario, no vaya a ser que una reunión me coincida con un partido de Champions o que una cena de amigos me arruine una de las cuatro finales que quedan. Repaso el Marca a diario -varias veces-, sé de memoria alineaciones míticas y me emociono al ver el gol de Iniesta. Por otro lado, dudo al escribir mis contraseñas a la vuelta de vacaciones, olvido nombres y no soy capaz de felicitar a mis amigos sin que Facebook me eche una mano.
El fútbol -y cada uno tiene sus “deportes” particulares- nos demuestra el poder que tiene el corazón en nuestra vida. Es tan caprichoso como prodigioso. Somos capaces de recordar jugadas cruciales, el número de teléfono de una antigua novia u olores tan familiares como lejanos en el tiempo. Hay espacios de nuestra vida que se convierten en álbumes de fotos dorados. Sin embargo, conviene recordar que aunque sean los jardines de nuestra memoria y les dediquemos mucho tiempo, la vida es más que eso. El corazón, tan sabio como importante, no puede decidirlo todo. No podemos ser niños eternamente ni convertirnos en esclavos del verbo “gustar”.
El fútbol es pasión, entretenimiento y deporte. El fútbol, como la mayoría de los deportes, es nobleza y en ocasiones mezquindad -sobre todo en manos de la ignorancia-. El fútbol, como tantas otras cosas, puede sacar lo mejor y lo peor de las personas. El fútbol es fútbol, y como dice un compañero jesuita, se acaba con el pitido final. Aunque nos tire el afecto, la memoria y la pasión, no podemos darle más importancia de la que tiene, al menos si no queremos perder el norte. Ojalá sepamos vivir nuestros gustos con pasión, pero sin dejar que nos dominen y nos nublen la visión y el entendimiento.