Como cada final de liga, ha habido tiempo para las lágrimas, las de alegría, las de tristeza y, por supuesto, las de despedida. En este caso, se han ido grandes jugadores que no sólo han conseguido numerosos logros, sino que han hecho grande el fútbol y han sido parte de nuestro imaginario colectivo como generación, desde el mundial de Corea y Japón allá por 2002 hasta las últimas Champions League del Real Madrid. Recuerdos que nos transportan hasta amigos, lugares y épocas pasadas de nuestra propia vida.

Y es que hay un arte que no sale en los libros ni en los manuales de autoayuda, y que como mucho puede aparecer en la sabiduría más clásica. Y que rompe con la lógica del mundo, la misma que tiende a escurrir las épocas hasta el final porque ansía devorar experiencias. La misma que tiene ese amigo que no se va de las fiestas por si pasa algo y él no está presente en la escena del crimen cuando los amigos comentan la jugada. Es el arte de saber despedirse: elegir con sana libertad el momento apropiado para dejar el lugar donde has sido feliz, el sitio donde has sido todo lo que un día soñaste ser.

Como a estos iconos del deporte, a todos nos tocará dejar lugares importantes, unas veces con nostalgia y otras con algo de desolación, pero siempre mirando hacia adelante y no atados a lo que dejamos atrás. Y, sobre todo, más allá del miedo y la incertidumbre por un futuro incierto, debemos vivir desde el agradecimiento profundo por lo vivido y la certeza que cada época es un peldaño de un camino más grande aún por construir, y que Dios también está en un mañana que aún está por llegar. Aunque nos duela, la madurez también se expresa en las despedidas y en saber reconocer que cuando volvamos –si lo hacemos– aquellos lugares serán el mismo sitio pero un lugar distinto. Al fin y al cabo, en la vida no se trata de hacer muchas cosas, sino de hacerlas entregándonos hasta el final, porque salir por la puerta grande también es un arte al alcance de muy pocos.

 

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