Pobres, negros y con sífilis. Cumplir estos tres requisitos no te hacía la vida fácil en el sur de los Estados Unidos en los años 30. Era un mal momento –y un mal sitio– para ser pobre, negro y estar enfermo.

El condado de Macon, en Alabama, pertenecía al ‘cinturón negro’ de los Estados Unidos. Miles de jornaleros afroamericanos se rompían la espalda trabajando en las plantaciones de algodón. La mayoría, analfabetos y terriblemente pobres, no tenía acceso a un sistema escolar decente o a uno servicio sanitario digno. Aún quedaban varios años para que apareciesen Martin Luther King o Rosa Parks. La política de segregación racial –blancos por un lado y negros por otro– estaba más fuerte que nunca.

Las autoridades del Servicio de Salud Pública de los Estados Unidos eran conscientes que se encontraban frente a un colectivo pobre, marginal y sumamente inculto. Y fue eso quizás lo que les motivó a iniciar, en 1932, el «Estudio de Tuskegge sobre la Sífilis No Tratada en el Macho Negro». El nombre del estudio, más propio de una facultad de veterinaria que de una institución médica, fue coordinado y dirigido por el propio Servicio de Salud Pública en colaboración con la Universidad de Tuskegee, una universidad históricamente negra de Alabama.

Los miembros del equipo recorrieron las iglesias y hospitales del condado. Reclutaron a 900 jornaleros y aparceros de algodón. De todos ellos, 399 habían contraído la sífilis antes del estudio y 201 estaban totalmente sanos. Se les prometió dinero, comida caliente y un seguro de entierro en caso de muerte. Les dijeron que les tratarían de su mala sangre, un eufemismo que en aquella época indicaba la anemia, la sífilis o la fatiga y que era una de las causas más comunes de mortandad entre la comunidad afroamericana. El estudio –dijeron– duraría seis meses, pero una vez acabado el presupuesto continuó 40 años sin que los ‘pacientes’ supiesen nada.

Lo más trágico es que el verdadero objetivo del estudio no era la mejoría de las personas tratadas sino cómo evolucionaba y se propagaba la enfermedad sin tratamiento. En ningún momento se les suministraron medicinas o antibióticos e incluso, tras el descubrimiento de la penicilina como herramienta eficaz contra la sífilis, se les prohibió a los participantes en la prueba el acceso a esta.

A finales de la década de los sesenta Peter Buxton, un investigador de enfermedades venéreas, escribió una queja formal ante las autoridades sanitarias federales escandalizado ante la barbaridad del estudio. Al ver que sus cartas tenían una respuesta negativa decidió filtrar el caso a la prensa. En julio de 1972 el Estudio de Tuskegee apareció en la portada del New York Times. Nada más saltar a la luz el gobierno creó una comisión de investigación y decidió suspender definitivamente el estudio. En ese momento, de las 399 personas inicialmente enfermas, 28 habían muerto de sífilis y 100 fallecieron por complicaciones médicas. 40 mujeres quedaron infectadas y 19 niños nacieron con sífilis congénita.

Los que tendrían que haberse preocupado de un colectivo tan vulnerable acabaron por aprovecharse de él. Fueron tratados como animales, como simples ‘cobayas’, sin derechos. Sin dignidad. Estremece pensar cómo durante 40 años las instituciones públicas se aprovecharon de ellos. Quizás hoy día no pueda ocurrir algo así: existen mayores mecanismos de control, los derechos civiles han asegurado la igualdad entre blancos y negros y contamos con una prensa capaz de denunciar e investigar hechos de ese tipo. Pero aún vemos personas marginadas por su situación laboral y por su origen geográfico.

La solución –quizás la única– sea la de volvernos a Jesús. Ver como Él mira a los demás. Comprobar la forma en la que trataba a unos y a otros, con dignidad, con respeto. Porque volvernos a Jesús nos hace caer en la cuenta que toda persona, enferma, sana, discapacitada, cuerda o menos cuerda, de aquí o de allí, tiene la dignidad suprema de ser hijo de Dios.

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