Esta semana el mundo recuerda otro virus maldito: el del VIH. Una tragedia que surgía hace ya 40 años y que se propagaba por todo el mundo en cuestión de años ante la atónita mirada de sanitarios, de científicos y de enfermos desesperados, y que también se llevaba por medio grupos enteros de amigos, sembraba el pánico en una juventud que descubría el mundo y afectaba principalmente a pobres y marginados.

Son 40 años de sufrimiento en el que muchas imágenes vienen a nuestra memoria. Desde familias infectadas en África a madres viendo cómo sus hijos se deshacían poco a poco en la cama de un hospital, desde deportistas infectados a cantantes de categoría mundial, unas veces propagándose entre jeringuillas cargadas de muerte y sinsentido y otras en la intimidad de una relación sexual, en ocasiones por una transfusión desafortunada o simplemente heredado de los propios padres. Sin embargo, lejos de quedarnos con el drama, creo que conviene mirar esta pandemia desde otra perspectiva. Además del infinito dolor que ha causado esta enfermedad, está la humanidad de muchas personas que han sabido sobreponerse al estigma y proseguir el camino con una vida plena y llena de esperanza, de muchos científicos y personal sanitario que se dejan la vida por buscar una solución y las historias de tanta gente que se dedicó a acompañar a enfermos y familias hacia el abismo de la muerte de una forma digna y reconciliada.

Aunque el VIH ya no nos aterra de la misma forma que hace unas décadas –al menos en Europa y EE. UU.–, no se puede bajar la guardia y seguir luchando como humanidad por acabar con esta pesadilla, tanto contra el propio virus como contra el prejuicio que este conlleva. Y sobre todo, conviene recordar aquella actitud profética de Jesús hace 2000 años que rompió la injusta asociación entre enfermedad y pecado, un modo evangélico de comprender la salud que huye de culpar al paciente y de cargarle con su correspondiente estigma, una manera de acoger que lejos de utilizar el dedo acusador para denunciar un supuesto pecado utilizaba las manos para cuidar y curar a los que más lo necesitaban.

 

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