En el tiempo tan convulso que le tocó vivir a la andariega Santa Teresa de Jesús, justo entre el Medioevo y el Renacimiento, solía decir: «Está ardiendo el mundo en llamas, no es momento de tratar con Dios negocios de poca importancia». Sin duda que a nosotros también nos están tocando vivir tiempos recios, no lo quisiéramos así y nadie nos dio la opción de elegir; sin embargo, esto es la vida, tan frágil como una delicada flor de león que con el más leve soplo se desvanece y tan firme como el más fuerte de los robles que en medio de la tempestad permanece.
A menudo percibo que los cristianos nos entretenemos en negocios de poca importancia, sin ser capaces de ver más allá de nuestro ombligo, de nuestras propias necesidades, miedos, deseos, etc. Me parece que hemos olvidado que somos hijos de la consolación, hemos olvidado la libertad para hablar de los primeros cristianos y la audacia de tantos que nos han precedido en la fe. Nos ha invadido una especie de amnesia espiritual y se nos ha instalado dentro del corazón una memoria de teflón hasta el punto de que hemos olvidado que creemos en un Dios de vivos y de vida abundante. Hemos olvidado que nuestra fe está puesta en un Dios que no nos ha abandonado nunca y que ha hecho una nueva alianza con nosotros su pueblo fiel, una alianza incondicional y eterna en Jesús, nuestra esperanza.
Veo que con pena que tenemos más bien la ilusión puesta en un «Dios mago» que, con una varita mágica estilo Harry Potter, nos va a venir a solucionar nuestras muchas dificultades y penurias; pues me parece que eso no va a suceder. El más interesado en que salgamos avante de esta pandemia y de todas las otras contingencias que vengan es el Señor, pero necesita de nuestra colaboración y de nuestro ánimo. La vida es como un gran baile, y entre pieza y pieza hay inevitables silencios, muchas veces intrépidos movimientos y otras una abrumadora quietud; unos bailarines salen del salón antes de la medianoche y, ¿qué le vamos a hacer? Nadie nos ha mentido, la muerte siempre ha sido parte intrínseca de la vida.
Creo que un buen ritmo para colaborar con el buen Dios en medio de esta situación que, dicho sea de paso, no es la primera ni la única ni la última, es la invitación que nos hace en el libro del profeta Isaías 40,1: «¡Consolad, consolad a mi pueblo, dice su Dios y habladle al corazón!» No se trata de una consolación dulzona y ramplona, sino una consolación profunda que sabe permanecer en medio del dolor para compartirlo y suavizarlo, que da ánimo a los que están abrumados, que enjuga las lágrimas de los tristes y que va y bebe de Cristo, fuente de toda consolación en todo tiempo.