Hablan de Dios y de castigos. O de castigo, en un singular que focaliza el enfado divino en la pandemia que venimos padeciendo. Pero no, este no es el problema. Creer que Dios castiga no es un problema, sino un síntoma más del problema que aquejamos: el de haber cambiado la identidad de Dios (Dios con mayúscula de nombre propio) por las imágenes de dios.

Desde hace algo más de dos semanas, me sumo a la celebración de la Eucaristía uniéndome a alguna de las que se ofrecen a través de YouTube. Lo hago en el mismo escritorio sobre el que paso mis horas de estudio (creo que esa es mi mejor mesa hoy en día). Llegado el momento, pronuncio el Credo en medio de la tragedia que a cada hora nos narran las noticias: ahora más que nunca se carga de sentido. Afirmar «creo en Dios», es decir que mi fe está puesta en el Dios Padre misericordioso, el que por reconciliarnos entregó a su mismo Hijo, el que nos dejó un Espíritu que actúa y libera de las cadenas sin que importen las circunstancias, sin que haga falta que estén abiertos los templos, sin que sea necesario nada más que un corazón que reconoce sus heridas y quiere salir a su encuentro.

El Credo nació para que no se olvidase en qué Dios creemos. Como aquel antiguo credo que recordaba a los israelitas que venían de unos nómadas errantes a los que Dios escuchó y concedió una tierra. En nuestros días, en tiempos en los que la imagen de Dios se tiñe del rojo de la ira, de la venganza, del castigo… conviene volver el corazón al Dios de la alianza restaurada, de la Encarnación, de la compasión con el hombre, del que se hizo pecado, del «tampoco yo te condeno», del «perdónalos». Es el momento de triturar y quemar el becerro del Dios iracundo y castigador y aprender del Dios que es amor y misericordia, el que se está desbordando en entrega y amor en los hospitales, en las residencias, en los supermercados, en las carreteras, entre los vecinos, en las familias, en tantos trabajadores y ciudadanos que han hecho de la circunstancia adversa un compromiso por salir todos adelante. Porque si en estos días miramos a Dios y vemos el castigo y no la compasión y la ternura entregada; si nos detenemos a razonar por qué infracción doctrinal Dios se ha ensañado con nosotros, y no lo reconocemos en tantos rostros de enfermos y personas confinadas en solitario, nos hemos equivocado y hemos colocado un ídolo sobre el pedestal.

Es tiempo de salvación. Esa es la única verdad de la Cuaresma y del coronavirus. Es kairós y oportunidad. Dios no está castigando, ¡está saliendo al encuentro de la humanidad!

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