Que nadie me diga que esto es merecido. Que nadie se atreva a gritar que esto es un castigo de Dios. Que nadie sea tan cobarde de poner sobre los que sufren la carga de la culpa. No lo admito.

De estos días esperaba una ola inmensa de solidaridad y de especial cariño y ternura. Esperaba misericordia a raudales, acompañamiento y esperanza. Esperaba, de verdad, que el corazón se ablandase hasta el punto de tocar el dolor humano con todo el cuidado del mundo.

Más de cien mil enfermos, casi diez mil fallecidos y se habla de una pantomima del dios justiciero (sí, con minúscula). El dios del Antiguo Testamento, del rayo en la mano, de la ira divina, pero a la manera humana. La Justicia de Dios, la Ira de Dios, el Enfado de Dios, el Celo de Dios. Pero siempre al modo humano. Es decir, la justicia que castiga, la Ira que golpea, el Enfado que grita, el Celo que excluye. ¡Eso no es Dios! ¡Y no puede serlo!

Ya que muchos hacen de portavoces del Altísimo (tan alto lo ponen, que es inalcanzable), me atrevo a decir yo lo siguiente: no, no sois culpables de nada. No merecéis estar enfermos, ni merecéis que mueran vuestros familiares, ni merecéis quedaros sin empleo, sin sueldo o sin esperanza. No. Dios no os ha castigado por vuestros pecados, ni os ha enviado una plaga exterminadora. Sencillamente, Dios no es así.

Dios no os abandona. Dios os acoge en vuestra enfermedad, os cuida de la mano de los sanitarios. Dios llora con vosotros vuestro dolor y os invita a mirar más allá de la muerte. Dios no castiga; Dios convence, Dios atrae, Dios os quiere.
Que nadie os diga que lo merecéis. Dios es vuestro Padre Bueno. Y los padres buenos no castigan a sus hijos enfermos o que sufren.

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