Hace unos días un pianista, Krystian Zimerman, interrumpió su actuación en un festival de piano para encararse con un espectador que grababa el concierto con su móvil. A continuación, el intérprete, definitivamente descentrado, abandonó el escenario. En declaraciones posteriores decía que Youtube está matando la música, al ofrecer sucedáneos en forma de grabaciones piratas, de mala calidad. Y explícitamente insistía en que no estaba hablando de la cuestión económica de los derechos de autor, sino de la cuestión mucho más estética de la calidad de la música. También hace unos días un hombre mató a tres compañeros de trabajo por grabar una broma y subir el vídeo a Internet. Al parecer, el sentimiento de humillación era la gota que colmaba el vaso en una relación difícil para una personalidad probablemente desquiciada.
Hoy, cuando mucha gente lleva una cámara en la mano, todo es susceptible de ser grabado. Un concierto, una conferencia, una relación sexual, un incidente en automóvil, una conversación, un control de alcoholemia, una bronca en el trabajo… Y si hay “suerte” al poco tiempo se convierte en un hit, con cientos de miles de visitas. ¿Quién no se ha reído un rato con la frescura de uno de esos episodios que dan su minuto de gloria efímera a personajes de lo más diversos?
Pero uno a veces piensa en la gente que protagoniza esos incidentes, y en hasta qué punto pueden quedar marcados por esos episodios, que alguien difunde y propaga muchas veces sin su consentimiento. Hasta qué punto siempre quedarán asociados a un instante que preferirían borrar de su memoria. Hasta qué punto la humillación se ceba en gente débil, frágil, herida… No creo que sea cuestión de censuras muy rígidas. Pero sí se hace necesaria una buena dosis de humanidad, compasión, y conciencia sobre lo que está en juego cuando hablamos de personas. He ahí un buen capítulo para un manual de educación para la ciudadanía digital.