Aún recuerdo aquellos primeros años con el teléfono móvil cuando para muchos era exponente de una modernidad que se reñía con la quietud y la mesura propia de un religioso. Aquel aparatito era una amenaza para el silencio y la reflexión, iba en contra del tiempo de oración y exaltaba en exceso la dimensión comunicativa del individuo. Hoy nadie se plantea este discurso, y hasta los más reticentes de entonces, ahora teclean en su smartphone.
Hay algo en las tecnologías que da miedo, quizá sea la facilidad con la que transforman nuestro entorno o su impacto en nuestras capacidades; la manera en la que inauguran nuevas posibilidades o el consiguiente cuestionamiento a las formas tradicionales. La cosa es que, por poco que uno sea consciente, al menos hay que reconocer que asustan. En este sentido, el rechazo es incluso mayor en los contextos religiosos, donde la tecnología representa un progreso que no siempre ha sido bien discernido.
Estoy seguro de que, en su tiempo, la llegada de la imprenta también causó revuelo. Acostumbrados a escrituras manuscritas y rollos milenarios, no faltarían detractores ante lo impersonal de un libro generado mecánicamente. Y es que muchas veces perdemos la referencia, el horizonte, lo verdaderamente importante, y nos enzarzamos en discusiones que lejos de ayudar, distraen y confunden.
Y a mí no me verá nadie presidir una procesión con un iPad, incensar o besarlo tras la lectura del evangelio. Hay cosas que son de sentido común y de sensibilidad litúrgica básica. Incluso hay contextos en que podría generar escándalo o sería anti testimonial. Pero he de confesar que, salvados argumentos de sentido y responsabilidad, si uso o no un iPad para la liturgia es la última de las cuestiones que, como sacerdote, me planteo a la hora de preparar y celebrar una Eucaristía.
Cómo ayudar a encontrase con el que nos convoca, cómo sugerir e invitar a lo trascendente, cómo favorecer camino hacia más fe, esperanza y amor… eso sí que me quita el sueño y en ello pongo todo mi afán. Y por eso propongo que acabemos con el iPad, lo mismo que con cualquier otro elemento prescindible, si no ayuda para el fin que se pretende. Pero, por favor, no vayamos a las antípodas y nos quedemos mirando el dedo. Dialoguemos de lo importante, no perdamos la referencia, elevemos la mirada, enriquezcamos el discurso, tratémonos como adultos, hablemos más del hacia-dónde-sí y menos del con-qué-no.