Estos días siguen llegando noticias de las declaraciones del juicio de Gisèle Pelicot en Francia, drogada por su propio marido para ser violada por más de cincuenta hombres -incluido él mismo-, y así durante diez años. Supone el superlativo del salvajismo y, también, un testimonio ejemplar de la víctima luchando contra esta lacra, y eso no se puede discutir.

Más allá del inmenso dolor y de la conmoción pública que este caso genera, hay una pauta que muestra un modo de funcionar del pecado hoy en día: pensar que si no hay dolor físico o no hay conciencia de ello el mal no existe, y de esta forma se reduce a las personas a simples objetos donde su dignidad queda claramente dañada, con consecuencias, en muchos casos, irreversibles.

Y además de la la gravedad del asunto, este modo de funcionar se puede dar por supuesto en nuestras vidas -y en otros tantos asuntos morales-, donde nos comportamos como avestruces que se tapan la cabeza y creemos aquello de «ojos que no ven, corazón que no siente”. O asociamos solo el mal a una leve opinión, a un mero sentimiento o a una pasajera emoción: «total, nadie se va a enterar». Al fin y al cabo, violar es violar te vean o no, robar es robar te vean o no y por tanto hacer el mal es hacer el mal te van o no.

El mal está mal siempre -aunque le encante camuflarse-, seamos o no conscientes de ello, ya sea bajo el espanto de una violación con sumisión química, en la pulcritud de una sala de quirófano o en la barbarie de una cámara de gas. El caso de Gisèle es un ejemplo más de que se puede destrozar la vida de una persona aunque no haya consecuencias instantáneas ni dolores aparentes ni inmediatos. Y es que hay un hilo invisible que conecta la dignidad con la verdad, y por tanto con el bien y con el mal. Por eso el mal no se puede banalizar de ninguna manera.

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