En pocos días se viene la final de la Champions. Las miradas, es bien sabido, recaen en nombres puntuales. Por un lado, los hinchas del Liverpool no dejan de embelesarse por Lucho Díaz y «rezan» por que Salah y Van Dijk lleguen a tope para ese día. Del lado del Madrid, el orgullo no cabe frente al año de su capitán Benzema y la cohesión que han logrado como equipo mezclando juventud con veteranía. En la línea de banda dos nombres: Jürgen Klopp y Carlo Ancelotti.
Quizá, mi momento actual me lleve a fijarme en ellos. Me interpela ¿dónde adquirieron las herramientas para llegar y sobre todo para transmitir sus ideales a vestuarios con historias tan variopintas? ¿cómo hacerse escuchar frente a individuos considerados «estrellas»? ¿En qué radica el éxito de un director técnico? ¿cómo hacer una especie de simbiosis entre técnico y jugadores?
Solemos pensar que el éxito radica en una prolífica carrera como jugador. De ser así, nos cuestionaría la carrera de Klopp que no paso de la segunda división alemana e incluso la del mismo Ancelotti que, si bien vivió grandes años como jugador en la Roma y en el Milán, estuvo eclipsado por otras figuras del momento. Si nos vamos «al otro lado del charco», nos encontramos experiencias similares como la de Marcelo Gallardo en River Plate de Argentina, un grandioso jugador que no llegó a estar en los principales focos de atención por jugar en una liga francesa que aún no conocía de «petrodólares». La cuestión radica, en que hoy, salvo ligeras excepciones, nos encontramos con grandes entrenadores con carreras discretas como jugadores.
Dicho fenómeno, nos sirve y alienta en la vida y en la fe. ¡todo cuenta! cada día se nos presenta como signo de crecimiento y agradecimiento, acogida y compromiso, celebración y reflexión. La vida, concebida como camino, no deja de suscitar espacios para discernir entre los tantos parámetros que ofrece hoy la sociedad para alcanzar «el éxito» y la experiencia cristiana, cuyos currículos siempre presentarán subidas y bajadas, sinsabores como también profundos gozos que develan la humanidad compartida con tantos otros. En resumidas cuentas: el camino enseña, aunque en muchas ocasiones no tenga el brillo que la sociedad impone.