A medida que te haces mayor, compruebas cómo las relaciones humanas están mediadas por juegos de poder, de afectos, de intereses y de buenas dosis de filias y de fobias, y que condicionan así la relaciones como si fueran un imán cerca de una brújula. Por eso resulta fácil ver a políticos melosos por momentos y agresivos segundos después. A comerciales de determinadas tiendas demasiado cariñosos con los buenos clientes y fríos y distantes con los que sólo van a mirar. Es el gran teatro del mundo, donde no es fácil saber tratar a la gente y donde estamos obligados a participar.
Y es que a todos nos gusta que nos traten bien, con obras y con palabras. Cuando te piden algo, pero también cuando llamas a un familiar. Al dirigirse a un desconocido y por supuesto al jefe. Con una alumna, con el médico o con la vecina del portal. El buen trato es mucho más que respeto, que modales y que buena educación. Es, por qué no decirlo, un modo de estar en el mundo y de relacionarse con la realidad. Mucho más de lo que parece. Mucho más de lo que nos creemos.
Quizás la clave es bastante más profunda que las buenas maneras que se aprenden en las familias bien. Tiene que ver con mirar al otro –sea quien sea– como una persona y no como un objeto al que podemos utilizar, desde la igualdad del que no se cree mejor. Es reconocer en el otro alguien valioso por lo que es, y no por lo que me puede aportar. Es llevar al máximo la plenitud cristiana, amando al prójimo y reconociendo en los demás las huellas de Dios en nuestra propia realidad.
Al fin y al cabo, el buen trato, el respeto y la educación son también otra buena forma de amar.