Ayer conocía la noticia del suicidio, hace apenas dos semanas, con dos días de diferencia, de dos sacerdotes franceses de diferentes diócesis. No me los he podido quitar de la cabeza. ¿Qué les empujó? ¿Cuál sería su última plegaria? En el momento de más dificultad, ¿se sintieron tan solos que no vieron más salida que la muerte? ¿Qué desierto atravesaban? ¿Qué noche oscura? ¿Cómo lo vivirían desde la fe? Siento tristeza, desasosiego, y la sensación de que la vida es, siempre, un misterio…
Hoy es el Día Mundial para la prevención del suicidio. Más allá de la estadística (10 personas se quitan la vida cada día en España). Más allá de las circunstancias particulares de cada historia… pienso que si la vida de los otros es terreno sagrado ante el que es mejor descalzarse antes de opinar, inmiscuirse o juzgar, el suicidio de los otros entra ya dentro de la categoría de los hechos que requieren delicadeza absoluta. ¿Depresión? ¿Soledad? ¿Problemas que, en un cierto momento parecen insolubles? ¿Algún fracaso? ¿Culpa? ¿La necesidad de huir de situaciones a las que no se les ve otra salida? Cada historia es única. Cada camino que lleva a una persona a tomar esta decisión ha de estar lleno de tantos matices y heridas personales que llenarse la boca con consejos genéricos es una temeridad.
Hay un dilema colectivo que es el de la visibilización o el ocultamiento. Yo siempre he oído que no hay muchos datos, ni noticias, y sí mucho eufemismo enmascarando los suicidios, y que esto se hace para evitar un efecto llamada. Como si, al poner luz sobre esta realidad, se fuera a empujar en esa dirección a quien se lo está pensando. En el extremo contrario, están quienes –cada vez más– insisten en la necesidad de hablar de esta realidad, y lo hacen conscientes de que, de otro modo, tampoco se prepara a las personas para lidiar con la incertidumbre que se adueña de las horas penúltimas, para aprender a pedir ayuda antes de ver que no hay salida. O también para aprender a detectar, en otros, señales de esa desesperación sorda de la última hora.
Al final, somos personas. Frágiles. La vida y la muerte están en nuestro camino. Pero, ¿cómo cuidar unos de otros mejor? ¿Cómo defender la vida ayudando a que se sienta digna de ser vivida? ¿Cómo aliviar, y no cargar con más peso, a quien sufre? ¿Cómo acompañar? ¿Y cómo aprender a pedir ayuda?
Claro que, al menos de esto, necesitamos hablar.