Últimamente (y afortunadamente) se habla mucho acerca de la importancia de la salud mental. No basta con que el cuerpo esté en unas condiciones que nos permitan calidad de vida. También es necesario que lo esté nuestra cabeza. Referente a esto me impresionó mucho esta noticia que leí el otro día: «Miss Estados Unidos 2019 se suicida arrojándose desde un rascacielos». Se llamaba Cheslie Kryst, tenía 30 años y, además de haber sido Miss, había estudiado en una escuela de negocios y en la facultad de Derecho, había ejercido de abogada y últimamente estaba colaborando en un programa de televisión. Todo esto además de poseer una belleza impresionante.
Yo, personalmente, cada vez que me topo con una de estas noticias, me hago la siguiente pregunta: ¿en qué se convirtió la vida para esta persona como para que decida «apagar la luz» para siempre?
La pregunta se me hace incontestable cada vez que pienso cómo un hecho aparentemente fortuito como es el surgimiento de la vida se convierte en la única posibilidad de formar parte de este momento en la historia, de las vidas de otras personas que conforman la nuestra. Cuando tomo conciencia de ello, no puedo por menos que estremecerme ante este tesoro que es poder vivir y sentirme agradecida por este regalo que se nos dio sin ni siquiera saber qué íbamos a hacer con él. Simplemente por pura generosidad, por puro deseo de hacernos gozar de lo más grande que puede decir el ser humano de sí mismo: estoy vivo. Y estar vivo, sí, es pasar por todo tipo de dificultades, pero también es tener la posibilidad de conocer el amor, de experimentar toda la amalgama de emociones que nos conectan con lo que nos palpita dentro, con los demás y con el mundo que nos rodea. Es caer, aprender y volverlo a intentar. Es dar y darse, arriesgar, despeinarse, suspirar, acoger y sentirse acogido. Y también forma parte de sentirse vivos el ser conscientes de que somos fragilidad, vulnerabilidad y fugacidad, sin asustarnos ni huir de ellas, porque ahí, en esas tres cosas, late la semilla que dará paso a la plenitud que día a día tratamos de alcanzar, a esa llamada que no se agota ni se cansa de pronunciar nuestro nombre.
No sé si han visto alguna vez esas bandadas de pájaros que parecen volar todos a una en busca de tierras mejores. Yo me quedo embobada mirando cómo van ordenándose en el aire para que nadie se quede atrás. Cómo hay uno que guía y que, en un momento determinado, sabe dejar su puesto y retornar al grupo mientras otro toma su puesto. Ninguno es abandonado en ese vuelo, ninguno se desprende de esa imagen de «muchos en una sola cosa», porque se trata de llegar juntos a la «tierra prometida». ¿Por qué no obramos así nosotros? ¡Cuán necesario se hace hoy ese «estoy aquí para que no te caigas», esa mirada cristiana a la que no se le escapa nada ni nadie! Porque vivir es, además de todo lo dicho, acompañar como hizo Jesús, al borde de tantos caminos; al pie de tantos pozos; en las afueras de las ciudades y en el interior de tantos templos; en el hambre, la enfermedad y el desprecio; surcando los mares, echando las redes sin saber si habrá peces, simplemente porque eso es lo que somos, pescadores. Y a vida también puede ser cruz, sí, pero, sobre todo, ante todo, contra todo y cada día es, gracias a Dios, resurrección.