Me asomo al despacho de C., tras el tiempo pasado en España. C. es la responsable de la biblioteca de la facultad. Antes de verano cogió el Covid y este le dejó como secuela una afonía áspera, oscura, cóncava. Esperaba encontrarla recuperada, pensaba que la cosa sería temporal. Pero no. Me dice que es como si se le hubiera secado una parte de las cuerdas vocales: ahora son un fideo antes de cocer, en blanco y negro. Y no tiene cura. Ella parece animada, pero me da pena su situación. Lo único que puede hacer es ejercitar las cuerdas vocales vivas. Como hacer largos de piscina, pero con la logopeda. Me pregunto, al escucharla hablar desde muy lejos estando a mi lado, si su marido la querrá igual, ahora que es un poco menos ella; si sus hijos reconocerán a la misma madre. Algunas preguntas que nos surgen frente a la fragilidad ajena hablan más –claro– de los propios miedos que de la realidad.

Sin embargo, es verdad que también nos enamoramos de las voces. O nos enamoramos, y entonces nos vale cualquier voz. En ese sentido, el problema con Dios es que, como no conocemos la suya, le podemos poner la que queramos, y por eso mismo a veces sale un tono que no queremos. Tonos que tienen más que ver con nuestro inconsciente y algún ángulo mal iluminado. Desde Belén hasta la cruz, y luego resucitado, Jesús vive para que la voz de Dios tenga para nosotros los graves y los agudos del amor. Si Aquel se ha encarnado podemos contar, en todo caso, con que su comunicación será también a través de nuestra piel, cuando parece que le fallan las cuerdas vocales. Ya decía Balthasar –el teólogo, no el rey mago– que la experiencia mariana de Dios tenía que ver, sobre todo, con el tacto. Y supongo que es verdad: aunque la cosa empezara con «hágase en mí según tu palabra», eso no tiene que ser nada, en comparación con la sensibilidad superlativa de un embarazo.

Oír, escuchar, sentir. Incluso la neurociencia nos dice que estamos hablando de experiencias que se rozan entre sí. En su libro Los sentidos (Ariel, 2019), el catedrático Ignacio Morgado cuenta que «observaciones recientes muestran que la piel funciona también como un ‘tercer oído’ que posiblemente ayuda a comprender el lenguaje. Las corrientes de aire que creamos al hablar son captadas por la piel de nuestro interlocutor, aunque su oído no sea consciente de ellas». Es decir que, cuando Jesús curó al leproso, lo que hizo –para reintegrarle en la comunidad– fue darle un oído más fino. Curando su piel, le ayudó a comprender cosas que todavía no oía; por si a Dios el Covid le dejaba también algo afónico, y a nosotros más insensibles. Increíble.

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