Escuchar durante horas a miles de jóvenes abrirse hueco en la industria musical debe ser agotador. Especialmente cuando cada respuesta, gesto o silencio puede marcar a cada aspirante. Noemí Galera, experta en visitar la tierra sagrada de los deseos de los jóvenes, lo debe saber bien.
En un reciente casting, un aspirante le dijo: “… que Dios te oiga”, a lo que Galera respondió con tono condescendientemente maternalista: “Dios no existe, cariño”. El chico intentó reformular: “pues lo que haya allí arriba… el universo”, y ella replicó aprobando: “El universo, el universo”.
La reflexión va más allá de la duda de Dios, si no, -obviando la desafortunadísima reacción espontánea de Galera-, cómo se desliza que creer en Dios parece ser algo tan infantil y superado que ni siquiera parezca haber una opción adulta y válida de defenderlo.
Ante eso, me sale evocar a la Iglesia como abuela. Quizás yendo por detrás en formas, lenguajes y manías propias de su edad; pero en cambio, por delante en su sabiduría milenaria que consolida certezas, y en su pedagógica forma de amar. Con voz de abuela. Así me gustaría imaginar una respuesta a Noemí Galera.
Con voz de abuela. Esa que, mediante recuerdos, historia, o simplemente su presencia, es capaz de sugerir grietas silenciosas en recuerdos propios e Historia siendo Presencia. Con abrazos que desmoronan y palabras que cuestionan verdades graníticas. La serenidad de esa voz pausada que hace albergar en lo profundo una alegría real que mueve vidas.
Seamos abuela, madre, esposa, cuerpo, o templo… tenemos tarea: «estamos llamados a ofrecer el amor de Dios a todos, para que se realice esa unidad que no anula las diferencias, sino que valora la historia personal de cada uno». Así nos alentaba León XIV en su misa de inicio de pontificado.