Tenemos ganas de cantar victoria. Y es normal. Este año nos ha dado un vuelco la vida como jamás antes lo habíamos sentido muchos. Nuestro mundo se ha puesto patas arriba, aquello que considerábamos inaplazable, no solo lo hemos aplazado, sino que directamente lo hemos suspendido o hemos renunciado a ello. Viajes, eventos… y, lo más doloroso, la distancia de nuestra familia y amigos. Nos ha tocado renunciar a abrazos, besos y tardes interminables en compañía de los nuestros. Hemos sufrido la pérdida dolorosa de muchos seres queridos, sin apenas poder recibir el consuelo de la cercanía de otros.

Es normal, por tanto, que el anuncio de que la vacuna está ya ahí, que casi la rozamos con la punta de los dedos, nos pueda suponer el dejarnos llevar por el suspiro de alivio de quién ve la meta, todavía un poco lejos, al fondo. Pero ya la ve, la siente. Prueba de esto han sido la euforia de los mercados, las declaraciones de los gobiernos anunciando planes de vacunación, las compras de dosis, el empezar a planear la logística.

Otras voces surgen del pesimismo y la desesperanza, esos que se nos han instalado bien en el fondo después de meses de incertidumbre, dolor y distancia: «seguro que algo falla», «todavía queda mucho», «a saber si funciona realmente»… No son solo los negacionistas o los antivacunas, los conspiranoicos que van ganando su cuota de pantalla. También muchos de nosotros preferimos una llamada a la prudencia o nos salta la mirada escéptica.

Pero no es esto lo que hoy me preocupa. Creo que una dosis de optimismo es sana, y también creo que la prudencia de no dejarnos llevar por la euforia del «se acabó» nos ayudará a salir de esta crisis. Pero hoy estoy echando en falta otras cosas.

Casi desde el principio de la pandemia empezamos a hablar del mundo de después, la nueva normalidad que se fue perdiendo novedad y se convirtió en nuestro día a día: mascarillas, caminos marcados en los suelos, lo online como medio preferente… Ahora con el anuncio de una posible vacuna –una posible solución, en definitiva– echo en falta que no hayamos profundizado en qué mundo queremos para después de esta pandemia. Porque habrá un después, un momento en el que todo esto quedará atrás, no sabemos si tardaremos meses como ahora puede parecer, o años. Pero pasará. Y entonces, ¿qué?

Nos falta ser conscientes de lo que hemos perdido, pero más aún de lo que hemos ganado. De momento, la pandemia está siendo un paréntesis, un parón hasta que todo pueda volver a como era antes. Pero no terminamos de darnos cuenta de que no volverá a ser como antes, no podrá serlo. Se nos ha instalado el escepticismo respecto de nuestros líderes, la pregunta acerca de la calidad de vida de nuestros mayores; hemos descubierto el enorme impacto de la desinformación, que las crisis no nos unen tanto como pensábamos y la inmensa soledad en la que vive una parte importante de nuestro mundo; hemos recordado lo frágiles que somos y, en buena medida, que muy pocas cosas de las que hacemos son realmente esenciales e inaplazables; hemos vivido la paradoja de que la salvación y la condena están en los más cercanos, en la proximidad. Cada uno podrá sumar a esta lista sus aprendizajes, estos son solo algunos de los míos.

Pero cada uno deberemos hacernos la pregunta de si vamos a limitarnos a pasarlo por alto, a olvidar y volver a febrero de 2020, ese mes en el que las enfermedades eran cosa de la otra punta del mundo y las preocupaciones eran otras. Cada uno, cada una, deberemos preguntarnos si esperamos que la vacuna sea una máquina del tiempo que borre todo lo que hemos vivido, o un paso adelante que nos permita construir desde lo vivido, lo bueno y lo malo. Deberemos decidir si nos vacunamos para olvidar o para avanzar.

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