Muchas veces me pregunto si somos conscientes de que vivimos en un mundo donde hay mucha carencia y muchas necesidades. Un mundo donde hay gente que muere de hambre porque no tiene nada para echarse a la boca. Un mundo donde un grupo reducido de personas acaparan inmensas riquezas mientras que una gran mayoría sufre diariamente para vivir con dignidad.

Me surgen estas preguntas cuando veo noticias como la que nos habla de las astronómicas cifras que se barajaron en el último desfile de lencería de la famosa marca Victoria’s Secret, un evento que se repite año tras año. Un auténtico espectáculo donde bellísimas modelos desfilan mostrando los últimos modelos de ropa interior. Seguro que alguien me podrá decir que el mundo del mercado hace un balance entre lo que invierte y lo que, en potencia, puede ganar y que, por ese motivo, hacen este tipo de eventos. No seré yo quien vaya a poner en duda los beneficios económicos de un desfile que, utilizando un icono femenino selecto y privilegiado, mueve a miles de personas no sólo a formar parte de su organización sino también de su visualización. El éxito está asegurado por las modelos que desfilan, el producto que muestran y el espectáculo que se monta.

Pero una pregunta me ronda de nuevo al tratar de buscar razón a lo que vemos. ¿Es necesario en un mundo que conoce perfectamente las carencias que se hacen manifiestas en nuestros pueblos, ciudades y países hacer una ostentación tan grande en unas prendas de ropa femenina?, ¿Hace falta mostrar con tanta pomposidad que el dinero, carente en muchos lugares, va dirigido a cosas tan secundarias como un sujetador con 930 diamantes Swarovski? ¿Debemos alegrarnos de que nuestra sociedad de mercado sea capaz de generar beneficios a través de espectáculos donde se muestran, por ejemplo, sujetadores de cerca de un millón de euros o, por el contrario, debemos preguntarnos qué concepto de justicia manejamos, que sistema de valores alimentamos para poder dirigir nuestra mirada y nuestro interés a alimentar este tipo de eventos y no otros que puedan reconocer los derechos de los más desfavorecidos, la dignidad de las mujeres que sufren injusticias, la defensa de los menores para no ser explotados o esclavizados en trabajos inhumanos? ¿Dónde ponemos el interés? ¿Hacia dónde invertimos nuestras fuerzas y nuestra creatividad? ¿Pensamos que son dos cosas separadas y que no tienen relación?

Más aún, ¿cuántas dinámicas más caen bajo la misma desproporción? ¿Los fichajes millonarios en el fútbol? ¿Las galas deportivas al servicio de ídolos y egos multimillonarios? ¿Los beneficios astronómicos de unos pocos? Y más aún, sin irnos tan lejos, a eventos tan excepcionales, ¿cuánto de nuestra vida cotidiana –con sus dosis de consumo compulsivo, derroche, o falta de conciencia del valor de las cosas– resulta inalcanzable para una gran parte de la humanidad? ¿Cuánto de lo que a mí me parece normal resultará escandaloso a los ojos de muchas personas que pelean por subsistir?

No pretendo negar la posibilidad de que las empresas puedan buscar nuevas maneras de sacar beneficio a sus productos, pero también me siento en la responsabilidad de alzar la voz y decir que una sociedad que se enorgullece de vivir desde patrones de justicia, derechos sociales e igualdad debería no sólo ser una sociedad que cuida de los más vulnerables sino también parecerlo.

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