Vivimos inmersos en una dinámica de consumo basada en desear algo, satisfacer ese deseo, y volver a tener otro deseo para repetir esta secuencia, no hasta la saciedad -que nunca llega- sino hasta el infinito. Si el placer se reduce al paso entre no tener algo y conseguirlo, al efímero instante entre dos deseos, ¿cuándo disfrutamos de lo que tenemos?
Pregunto entre mis amigos si poseen sus bienes materiales o más bien son sus bienes los que les esclavizan. Responden con unanimidad que poseen las cosas y no son poseídos por ellas. Por contextualizar, estoy hablando de una amplia clase media con las necesidades más básicas sobradamente cubiertas. También reconocen la maliciosa facilidad de nuestra sociedad para crear nuevas necesidades. Miro el panorama a mi alrededor y encuentro personas que se pasan días descargando gigabytes de música de internet que nunca van a escuchar; personas que tardan demasiado en olvidar el cabreo por el primer rayón de su coche; personas que se amargan porque un año no pueden salir de vacaciones; personas incapaces de reconciliarse con su clase social aún cuando disponen de muchas cosas superfluas; y conozco algunas familias formadas por dos individuos que tienen cuatro retretes en casa. Me pregunto si cuando uno ve un rayón en su coche es incapaz de recordar que hace no tanto tiempo iba felizmente a estudiar en autobús. Me pregunto si tan difícil es distinguir entre lo necesario y lo prescindible o sustituible –por muy deseable que sea-. Y ya puestos, me pregunto si tan difícil es trazar una línea clara entre gastar y malgastar, entre usar y derrochar, que es la misma línea que separa lo ético y lo indecente. Empezamos absolutizando la propia felicidad para acabar enredados en obsesiones y ansiedades, incapaces de disfrutar de las cosas.
Y por si fuera poco, tenemos que reconocer que somos limitados. No tenemos capacidad para todo y cuando concentramos nuestra energía en una cosa es para descuidar otras. ¿Alguna vez habéis conocido a alguien de aspecto impecable que pierde toda la magia en cuanto abre la boca?
Tanta preocupación por la ropa y el pelo y la más absoluta dejadez por cultivarse. Lo mismo en proyectos que afectan a más de una persona: miro cómo se construye un matrimonio y llama la atención los esfuerzos que se ponen en la casa. Miro a los niños y me llama la atención el despliegue de material. ¿No se estará restando atención a otros aspectos? Si no podemos llegar a todo, ¿no habría que empezar por lo más importante? Podemos decir que no somos poseídos por lo material, pero tendríamos que ser capaces de ver que somos poseídos por las apariencias, por la opinión de los demás y por el deseo de responder a expectativas y objetivos que no están justificados. Ese puede ser el primer paso para transformar nuestra propia realidad y aspirar, en vez de a un trastero más grande, a cotas más altas de libertad personal que son razonablemente alcanzables.