Los gallegos sabemos de donde venimos, por eso viajamos tanto. Al igual que otros muchos de mis hermanos, soy bisnieto de emigrantes. Hace más de cien años mi bisabuelo salió de su Tui natal dejando atrás todo lo que quería. Mi bisabuelo no era un aventurero, ni un explorador, ni tampoco buscaba visa para un sueño. Mi bisabuelo se embarcó por necesidad, como otros miles de gallegos, dejando atrás la puerta de madera, las parras de la huerta y el cruceiro.
Este verano pude pasar unos días en la Casa Myrna Mack, en la Zona 1 de Ciudad de Guatemala, donde el Servicio Jesuita a Migrantes otorga cristiano alivio a quienes por una u otra motivación tienen que abandonar su hogar. Mientras los días transcurrían no podía evitar, cuando se cruzaba algún niño correteando por el centro, recordar la cara de mi abuelo. Él también era hijo de emigrantes. Mi abueliño me enseñó a quitarme el sombrero, a amar la música y las buenas palabras pero, sobre todo, mi abueliño me enseñó a cambiar el “ellos” por el “nosotros”.
Es algo muy cristiano. Sin yo saberlo, mi abuelo con sus obras me anunció el “eu-angelion”: todos somos hermanos porque somos hijos del Padre; todos fuimos creados a imagen y semejanza de Dios.
Ojalá, para aprehender la realidad de quienes se ven en esta situación, no sea necesario vivirla. Cuando Salmerón y Laínez marcharon al Concilio de Trento, San Ignacio les recomendó que pernoctasen en hospitales o en lugares donde se atendiesen a pobres o enfermos. Él mismo lo hizo cuando regresó a Loyola. Seguro es un buen ejercicio para trascender del “ellos” al “nosotros”.



