El pensamiento social cristiano, en su crítica al liberalismo y al comunismo –y a su respectiva exaltación radical del individuo y de la colectividad– ha elaborado una interesante reflexión que resulta de gran utilidad para pensar bien las acuciantes cuestiones que hoy enfrentamos. Los cristianos, al hablar del bien común, la solidaridad y la subsidiaridad, ofrecemos no solo ideas, sino también herramientas valiosas para resolver la tensión generada por las fuerzas centrífugas y centrípetas que percibimos a nuestro alrededor y en nuestro interior. Son ideas y herramientas que nos pueden ayudar a vivir nuestras muchas dependencias sin renunciar a la autonomía.
Aceptar la existencia de un bien común al que se subordina el bien individual, reivindicar el imperativo ético y político de la solidaridad junto al interés particular, y construir una sociedad basada en el respeto a los diversos niveles de decisión (subsidiariedad) pone en el centro una necesaria y lúcida conciencia de interdependencia. Para un cristiano, el mejor ejemplo de esta conciencia es la propia vida de Jesús.
Es cierto que Jesús no habló del bien común pero sí de un Reino que crece silenciosamente y hace posible la justicia, la paz, la vida y el amor. Tampoco usó la palabra solidaridad, pero insistió en todo momento en la importancia de la comunidad y en el apoyo al débil, al enfermo y al pecador. Y, por supuesto, nunca hizo referencia a la subsidiariedad, aunque delegó en los discípulos la misión y distinguió entre aquello que corresponde a Dios y al César.
El pasaje del evangelio que mejor expresa su clara conciencia de interdependencia es el relato de las tentaciones. En aquella ocasión, al rechazar las sucesivas ofertas de Satanás, Jesús afirmó que necesita de otros para instaurar su Reino, que aquello será un proceso lento y que implicará obedecer siempre la voluntad de quien le envió. Las tentaciones no son más que una invitación insistente y persuasiva para caer en una trampa. La trampa de la falsa autonomía. El poder y el éxito aparecen como las principales ofertas de aquel diálogo. Aunque ambas esconden una oferta mayor, aquella que el corazón humano anhela con todas sus fuerzas: la autonomía.
Por ello, la prueba del desierto se presenta como la contraparte de otra tentación similar, la que Adán y Eva enfrentaron en el jardín de Edén. La pareja originaria, a diferencia de Jesús, no fue capaz de desenmascarar la trampa y cayó presa de un espejismo. Fruto de aquella decisión, «la armonía entre el Creador, la humanidad y todo lo creado fue destruida por haber pretendido ocupar el lugar de Dios, negándonos a reconocernos como criaturas limitadas», nos ha recordado Francisco (Laudato si’ 66).
Porque la invitación al conocimiento absoluto –la omnisciencia, uno de los atributos exclusivos de Dios– esconde la seductora oferta de la independencia, el espejismo de la autonomía, el sueño de un poder sin límites. En resumen, el rechazo a reconocer en Dios la fuente última de vida y sentido.
«Seréis como dioses», afirmó la serpiente. «Conocer es poder» [Scientia potestas est], dijo Francis Bacon. «Seréis autónomos e independientes», nos prometen hoy. No caigamos en la tentación. No nos dejemos seducir por falsos espejismos. Hagamos pública nuestra declaración de interdependencia.