Cuando todo esto empezaba, Jesús y la primera comunidad cristiana sabían bien eso que luego la teoría económica ha llamado el problema económico básico: la existencia de necesidades ilimitadas frente a unos recursos limitados para hacerles frente.
Jesús dijo a sus discípulos: «La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al señor de la mies que mande trabajadores a su mies» (Mt 9, 37-38). El número de enfermos curados lo podemos contar recorriendo las páginas de los evangelios. Jesús no dedicaba toda su jornada a una sola actividad. Y, cuando la necesidad humana parecía apremiante se retiraba a orar o incluso a descansar a Betania a casa de sus amigos. Cuando claudicamos y comemos cualquier cosa rápida para seguir el extenuante trabajo por el Reino, podemos también fijarnos en las comidas de quien comparó el Reino de Dios con un banquete.
Mirando a Jesús y a la primera Iglesia no encontramos una queja que se cuela en nuestras vidas y que puede ser tentación: no llegamos a todo. Obvio. Ante esto, fijemos de nuevo los ojos en Jesús y en la primera Iglesia. Me pregunto si hemos caído en una trampa del mal espíritu: haber confundido entregarse del todo, darse de manera total, con tener que hacerlo todo. Lo primero es posible y lleva la vida a plenitud, lo segundo, además de imposible, solo genera frustración.
No basta reconocer haber caído en la trampa, es necesario salir de ella. Miremos de nuevo a Jesús, quien «inició y completa nuestra fe» (Heb 12, 2). Solo la oración a solas con el Padre redimensiona una misión desbordante y apasionante a la vez y, sobre todo, le hace consciente de que Él no es el dueño de la mies. Cuánto menos nosotros.