A lo largo de la historia, multitud de pueblos han logrado la independencia ejerciendo su derecho a la autodeterminación. De forma pacífica o por la fuerza de las armas, los nuevos estados-nación de las Américas se libraron del yugo colonial europeo durante los siglos XVIII y XIX. En el siglo XX, la desmembración del imperio otomano, el fin del colonialismo en África y Asia, la descomposición de la URSS y la desmembración de Yugoslavia permitió la aparición de numerosos países, aunque muchos de ellos con fronteras trazadas por las antiguas metrópolis. Junto a esta dinámica centrífuga y desmembradora, se han realizado también intentos de reagrupación o establecimiento de nuevas alianzas. El caso de la Unión Europea, aunque frágil, ha sido sin duda el más exitoso. Otras regiones del mundo se plantean también la posibilidad de establecer lazos políticos, militares o comerciales más estrechos. Parece que los países, como sucede con los planetas o los objetos imantados, están sometidos a dinámicas centrífugas y centrípetas, a fuerzas de atracción y repulsión.
En los últimos años, las dos fuerzas que operan en la historia de los pueblos siguen tan activas como siempre. Por un lado, emergen de nuevo nacionalismos de todo tipo. Por otro, se toma dramática conciencia de la creciente interdependencia comercial, digital y biofísica de nuestro único hogar planetario. Las migraciones, los flujos migratorios, las crisis financieras, las pandemias, las guerras comerciales, el ciberterrorismo o el calentamiento global son tan solo algunos de los fenómenos más característicos de la globalización y los signos más evidentes de nuestra profunda interdependencia.
Podemos tratar ingenuamente de vivir en la ilusión de la autonomía y la independencia. Sin embargo, la tozuda realidad nos recuerda de una y mil maneras que habitamos un único planeta y formamos parte de una compleja red de relaciones vitales, de la que dependemos radicalmente para sobrevivir.
Esta declaración de interdependencia no significa que tengamos que renunciar a las metas alcanzadas con sangre, sudor y lágrimas a lo largo de las diversas revoluciones modernas –la emancipación de la razón, la libertad individual o el derecho a la autodeterminación son algunas de las más preciosas– pero sí puede hacernos más lúcidos para reconocer que las sucesivas generaciones de derechos humanos que invocamos con frecuencia se sostienen en un bien mucho mayor: el bien común que posibilita precisamente todo ejercicio de libertad y autonomía.
Dicho de otro modo, toda pretensión de independencia debería ir siempre precedida de un sincero reconocimiento de nuestras múltiples dependencias. Debería ir precedida de una declaración de interdependencia.