Discuten los anglicanos, dialogan, votan. Buscan claridad sobre el ministerio, y lo que ahora está en cuestión es la posible consagración episcopal de mujeres, del mismo modo que hace veinte años dialogaron sobre si las mujeres podrían ser pastores. Entonces, como ahora, hubo polémica. Hubo quien luchó por ello y quien se opuso, llegando a abandonar la iglesia anglicana. En las iglesias, salvo el dogma, que por su misma definición es algo que no cambia (y aún así, la manera de entenderlo sí evoluciona), otras muchas cuestiones pueden –y merecen– ser afrontadas con hondura, con honestidad y con el deseo legítimo de buscar una praxis y una verdad lo más evangélica posible. A veces parece que la división de los cristianos es reflejo de lo frágiles que somos, incapaces de llegar a acuerdos en lo básico. Pero también, y quizás, es reflejo de la necesaria pluralidad que nace de que somos incapaces de aferrar la verdad absoluta. La intuimos, desciframos lo que creemos mejor, y en base a eso construimos prácticas, rituales y formas de actuar. Pero tal vez la diversidad es una invitación a no anclarnos en las seguridades sobre “lo nuestro” y tratar de aprender de lo que otros descifran como verdadero.

En concreto, y ya que estamos, la cuestión de la mujer en la Iglesia católica tiene unas cuantas asignaturas pendientes. Y ver cómo, en el nombre del mismo Cristo, otros dan otros pasos o al menos se plantean otras posibilidades, es una buena llamada a preguntarnos, con humildad, valentía y libertad, sobre qué suelo echan raíces nuestras certezas. 

 

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