Este año conmemoramos el 400 aniversario de la llegada de Pedro Páez a las fuentes del Nilo Azul, convirtiéndose de esta forma en el primer europeo en lograr una gesta nada desdeñable. Una epopeya que probablemente en otras latitudes ya se estudiaría en los libros de texto, sería recordada con calles y estatuas y todo el mundo sabría lo que este jesuita hizo en la época de los grandes descubrimientos.
Este madrileño también logró ser el primer europeo en tomar café, en atravesar los desiertos de la península arábiga camuflado como comerciante 300 años antes de que los exploradores británicos pudieran cruzarlo y sobrevivió a siete años de cautiverio extremo. Pero la leyenda de Pedro Páez sj no se reduce a ser un adelantado de su tiempo. Sus hazañas estuvieron llenas de peligros, pero no dejó por ello de avanzar en su misión porque sabía que se dejaba guiar por una pasión más grande que cualquier dificultad. Sobre todo, mantenía vivo el deseo de anunciar un modo distinto de vivir en cualquier situación. Brillaba en él una habilidad capaz de adaptarse a todos, y portaba en su bordón el mensaje de Jesús hasta evangelizar al mismísimo emperador de Etiopía.
Entre las muchas virtudes que llevaron a este aventurero a anunciar la fe y la justicia hasta los confines del mundo estaba el paradigma de la inculturación. Una seña de identidad ignaciana que busca extender el Evangelio en cada cultura y sociedad con un lenguaje propio, autóctono y genuino. Sin embargo, si intentamos comprender esta actitud como una maniobra puramente estratégica, sería algo así como reducir el espíritu misionero a un simple marketing religioso o, peor aún, convertirlo en envenenada propaganda occidental. Detrás de este modo de actuar está la intuición de que Jesús y su Reino tienen algo que decir a cada pueblo y nación en cada momento y lugar, porque Dios –aunque nos cueste creerlo– tiene una palabra para cada uno de nosotros. Ojalá que esta semana del Domund podamos inspirarnos por tantos hombres y mujeres dispuestos a entregarse por cambiar la realidad allá donde nos toque vivir, porque en nuestra mano está –como Pedro Páez sj– hacer del Evangelio una gran aventura.