«Todo pasa por algo», «esto que me ha pasado es una señal», «voy a ver el horóscopo» o «es mi amuleto de la suerte». Frases con las que todos bromeamos, pero a las que también recurrimos sin ser muy conscientes. Como letanías que, de algún modo, expresan el deseo de que nuestra vida no pase flotando sobre la superficie en una época en la que, cada vez más, parece que la práctica de las creencias se abandona. Por falta de sentido, de reflexión, de profundidad, o por falta de capacidad para mantenerse en las intuiciones que algún día tuviste.

Para una sociedad tan habituada a los hashtags, las campañas, las indignaciones y las modas frenéticas, este tipo de oraciones encaja como un guante. Llevar al cuello la medalla de la virgen del pueblo no necesariamente te exige ser más amable en la oficina. Leer tu horóscopo para saber qué tal tu semana no suele ser una llamada a mirar al hermano. Y así con un montón de cosas.

Y entonces la pregunta. Una que surge de lo más escondido de tu silencio. Una que nos hacemos muchos y que determina en gran medida el modo en que nos planteamos la cotidianidad del día a día y lo extraordinario de unas vacaciones en el mar: ¿Creo? ¿En qué? Y, sobre todo, ¿para qué? Acostumbrados a vivir de eslóganes o de gestos de poca hondura, el reto es enorme: vivir lo que crees sobre el terreno de lo concreto. El tiempo regalado, la ternura en la tormenta o la paciencia con la fragilidad (la propia y la ajena), con las manos de cristal y los pies desnudos. Porque creer es fácil, lo difícil es hacerlo tierra. Pero cuando se le encuentra el sentido, entonces empieza la aventura de creer.

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