Era principios de marzo y sabíamos aún menos de lo poco que sabemos ahora.

«¿Qué tanto cree usted en esto del virus?», me preguntó el comandante. Su trabajo como supervisor del personal de vigilancia hacía que se presentara de vez en cuando en las instalaciones para monitorear la operación y, por lo visto, a dar sus puntos de vista.

«Cien por ciento» –le contesté–, al momento en que sentía esa tensión en mi cuerpo que comenzaba a tornarse familiar y que se había convertido en una alarma de advertencia temprana.

«Pues yo, creo un cincuenta por ciento –contestó el comandante– se me hace que es un tema que sacó el gobierno para distraernos».

«¿Distraernos de que?»– logré articular, sabiendo que mi voz delataba mi desesperación–. Ya para este momento, mi cuerpo estaba totalmente a merced del desbalance químico que me estaban ocasionando este tipo de conversaciones que se tornaban cada vez más frecuentes.

Como la última bocanada de aire de un futuro ahogado, intenté invitar a la reflexión: «¿Que beneficio le puede traer al gobierno el inventar una pandemia?»

«No lo sé –contestó el comandante– solo creo que es un invento para distraer».

Se habían vuelto habituales estos encuentros. Las discusiones por la existencia o no del virus invisible se había tornado una lucha de argumentos. Un juego de «me pongo el cubrebocas mientras me ven», un interrogatorio de «a quien conoces que esté contagiado», un sentenciar «eso no va a pasar aquí», un infundado «son puros cuentos».

Caí en la cuenta de que ea covid, antes de atacar nuestro sistema respiratorio, estaba atacando nuestro sistema de creencias. La guerra contra la pandemia se libraba tanto en la salas de cuidado intensivo, como en el discurso público y el inconsciente colectivo. La información sobre la pandemia pasaba por el cedazo de nuestras creencias, valores y percepciones, para poder después traducirse en la acción que fuera más conveniente a nuestros intereses y valores.

Fuéramos germofóbicos, fanáticos de las teorías de conspiración, preocupones, pasivos o con olfato para los negocios, el concepto de la covid solo amplificaba estas predisposiciones. Nos formaba en la fila que más se acomodara a nuestras ideas preconcebidas.

¿Por qué creemos lo que creemos? ¿Por que lanzamos una sentencia sin el más mínimo rastro de evidencia? ¿Qué hace que una persona se sienta inmune y otra vulnerable? ¿Qué hace que una persona crea en las noticias y otra crea que es un invento? ¿El miedo? ¿La pereza? ¿El acomodo?

Cinco meses después, la conversación con el comandante sigue rondando mi cabeza. Me sigue persiguiendo el intento de comprender la intencionalidad y el pensamiento humano. He tenido muchas conversaciones similares, muchos debates, ha habido muchos contagios, muchas muertes. Sin dejar de ver la pandemia como un problema real que afecta la salud y la vida, y que ha trastocado lo que creíamos conocer del mundo y la vida, me sigue atrapando lo que creemos de la epidemia y lo que vamos interpretando de ella. Lo que vamos interiorizando. Lo que podemos descubrimos de nosotros mismos si le damos el espacio. Lo que vemos como mensaje o señal. Lo que creemos por un lado y lo que hacemos por el otro.

No logro sacarme de la cabeza que el comandante, tras afirmar que consideraba la covid 19 como un invento del gobierno, ofreció venderme un paquete de cubrebocas.

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