El himno de Andalucía, que tiene letra aunque casi nunca se cante por asimilación con el nacional, proclama a los andaluces como “hombres de paz y esperanza”. O sea, cristianos. Porque si algo define a los seguidores de Cristo son precisamente esas dos actitudes vitales que el salmo 62 expresa de manera elocuente: “Sólo en Dios descansa, alma mía, de él viene mi esperanza”. Los cristianos somos testigos de la esperanza en un mundo tan necesitado de esta virtud teologal, tan desencantado, que nada parece tener sentido.

Pero la esperanza no es sinónimo de optimismo ni de sueños a tontas y a locas. Václav Havel, disidente de la Checoslovaquia comunista y luego presidente del país tras la Revolución de Terciopelo, dejó dicho en una memorable conferencia de 1995 sobre esta virtud una frase a menudo citada: “La esperanza no es la creencia de que algo saldrá bien, sino la certeza de que las cosas, independientemente de cómo salgan, tienen un sentido”.

Todo tiene un sentido para el que está esperanzado. Incluso los reveses de la vida, cuánto más las alegrías y los buenos momentos. Todo cobra un sentido auténtico, que supera el simple optimismo porque nos trasciende, cuando la esperanza ilumina nuestras acciones y nuestras aspiraciones. ¿Cómo esperar el encuentro con el Amado si no se ama? Y más importante aun: ¿cómo mantener la esperanza en ese encuentro amoroso si el sujeto no se siente amado?

La Navidad nos devuelve esa esperanza en forma de Dios encarnado, hecho hombre, que se hace presente en nuestra historia por puro amor a la Humanidad. Por amor a quien, como tú, a pesar de todos los pesares, vive esperanzado.

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