Vemos estos días cómo cientos de ciudadanos ucranianos se están quedando en sus ciudades asediadas para defender aquello que consideran importante: su país, su futuro, sus familias y su manera de entender el mundo. Esto nos choca bastante a muchos –quizá más que cuando lo hemos visto en países menos asimilables al nuestro– porque nos interroga sobre lo que nosotros seríamos capaces o no de hacer en su situación. En ciertas ocasiones, poner un hashtag antes del siguiente trago de cerveza no es suficiente.
La narrativa hoy presupone la libertad individual como principal valor para las personas. Las campañas de marketing hablan de encontrar la felicidad y las políticas se centran en la búsqueda de las identidades personales e individuales. De lo que nadie habla hoy es del valor del compromiso. Especialmente el comunitario.
El valor del compromiso no es apreciado hoy en día. Nuestras relaciones, que pasan ya de líquidas a gaseosas, no se basan muchas veces en cumplir aquello que prometemos, sino en acudir a aquello que nos ofrecen. Cambiamos la pregunta «¿qué puedo hacer por ti?» por «¿qué puedes hacer por mí?», a sabiendas de que la primera nos obligaría a asumir responsabilidades que no queremos a largo plazo. Y cuando exprimimos al otro, nos vamos: «ya no me aporta nada».
En muchas ocasiones nos obligamos a comprometernos dando una palabra pública, contractualizando cada vez más nuestras vidas, porque nos da más miedo quedar mal que cumplir. Ocurre con frecuencia que ante luz y taquígrafos nos sentimos cómodos, porque cuando se apaga la lámpara y nos quedamos a solas, nos faltan enormes dosis de voluntad para poner en marcha nuestras promesas.
Tenemos la tentación constante de poner en redes nuestras renuncias, objetivos de año nuevo, el siguiente ítem en el gimnasio… pensando que así nos ponemos en valor frente a otros. El narcisismo se respira y pesa en los pulmones. Y ninguno estamos a salvo. El afán de protagonismo y de figurar nos devora por dentro, convirtiendo nuestros empeños en una suerte de reality show: solo si otro nos ve, nos sentimos con ganas de hacer.
No puedo negarle el valor al compromiso con los demás y con uno mismo –incluso el que busca figurar, porque peor sería no hacer nada–. Pero si hay un compromiso que vale oro es el que nadie ve. El que uno hace cuando el escenario queda a oscuras y no recibe aplausos. El que cumple con independencia de quién mire o supervise. El que se queda cuando todos se van y se pone a trabajar cuando todos terminan. Ese es el compromiso heroico.
«Tu vida vale, lo que valen tus compromisos», decía Miguel Gil, periodista asesinado en Sierra Leona. Quizá por eso nos impresionan los ucranianos. Sin ánimo de romantizar la guerra, que es siempre dramática, ellos ponen su vida en riesgo por su compromiso. Nosotros, de momento, no tenemos una guerra. Pero no siendo fiel en lo poco, difícilmente cumpliremos cuando se nos exija heroísmo.