Quizá suene demasiado duro pero creo que tenemos que ser sinceros con nosotros mismos. La vida espiritual no es un camino de rosas donde todo son consolaciones y suena constantemente una preciosa música de fondo. La vida espiritual es combate, pero aún peor, es un combate que no se ve.
Si analizamos con honestidad nuestras vidas veremos que constantemente estamos en un combate espiritual frente a decisiones, tentaciones o pensamientos negativos hacia cosas, personas o uno mismo.
En el boxeo cuando dos luchadores suben al ring para combatir se ven las caras, pueden intuir los movimientos e, incluso, hay un árbitro que marca unas reglas de juego. Todo sucede en un tiempo determinado y al final un jurado decide quién es el ganador. En la vida espiritual no hay tantas comodidades.
Las tentaciones (o ponle el nombre que quieras) que todos sufrimos no quieren dialogar. Las tentaciones esperan los momentos de debilidad y buscan orientar nuestra vida en la dirección contraria a nuestros propósitos. Eso genera infelicidad, insatisfacción y vacío existencial, es decir, nos aleja de Dios. Las tentaciones pueden ser pequeñas o grandes, más evidentes o menos, pero siempre buscan el mismo fin. Una de las claves para combatirla es la perseverancia. Perseverar y no desfallecer.
Como en el boxeo, en el combate espiritual recibimos golpes, pero también somos capaces de cubrirnos y contraatacar. Cuanto más nos conocemos más fácil es reconocer por dónde nos atacará la tentación. Eso no quiere decir que podamos impedir el “impacto”, pero al menos estaremos preparados para decir “No”.
Este combate no termina nunca y los golpes de la tentación siempre aparecen, pero conforme más nos tomamos en serio nuestra vida espiritual, sus golpes son menos fuertes y nuestras reacciones más efectivas. Aun así, la tentación siempre buscará el hueco y el momento preciso para golpear por eso, por nuestra parte, sólo queda perseverar.