Los Santos Inocentes, además de una fiesta en la que se recuerda que el mal existe y que a veces se ceba sobre los que menos culpa tienen, también en España es el día de las bromas.

A día de hoy es, esencialmente, una simpática fiesta boomer en la que la gente y los periódicos ponen tuits graciosos anunciando que harán lo que nunca harían. A los que somos un poco más jóvenes, nos hace más gracia ver a nuestros padres gastándose bromas muy blancas que las propias tomaduras de pelo. Y creo que eso es bonito.

A mí, este año, la fiesta de las bromas, me da especial ternura. Yo no soy un bromista singularmente bueno, pero este año ha habido mucho por lo que sufrir. Y, habiendo tanta gente triste, tener un día para la evasión necesario. No todo en la vida tiene que ser intenso y grave. A veces solo tiene que ser agradable, divertido.

Necesitamos tener espacios para olvidarnos de manera sana de los enormes problemas que nos rodean. No para cerrar los ojos ante las injusticias, sino para poder agradecer lo bueno y trabajar por lo mejorable. La vida no es todo blanco o negro, pero tampoco es todo escala de grises. Hay que poner colores, para que la vida sea vida y no una sucesión de horas.

Habrá quien no pueda evadirse, claro. Y ante ellos, cariño y respeto sagrado. Y habrá quienes solo se evadan. Y ante ellos, cariño y tierno espoleo.

Hoy he recordado algo de mi infancia: cuando era niño, en el mercado donde trabajaban mis padres, el día de los Inocentes los tenderos salpicaban el suelo con monedillas de céntimo pegadas a los azulejos. Era muy habitual ver a gente agacharse a intentar recogerlas (yo mismo caía en la broma año tras año). También era típico ver a los tenderos pasando cuentas desproporcionadas para, ante la indignación de los clientes habituales, poderles decir: «¡INOCENTE!». Y ya entonces cobrarles el justo ticket.

La sana risa y un poquito de genio festivo se hacen hoy muy necesarios. Nos falta luz, pero no por ello buen humor cuando se pueda.

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