Desde prácticamente sus orígenes la Iglesia vio en el arte no a un enemigo de la pureza de la fe ni un sinónimo de la idolatría sino más bien, a un potente aliado en lo que a la transmisión de la fe y su vivencia se refiere. Este es uno de los puntos con el que los cristianos marcaron una discontinuidad con respecto a la religión judía. Y es que la encarnación de Jesús supuso un cambio en lo que al modo de relacionarse con Dios se refiere. Puesto que, el que era invisible y por lo tanto irrepresentable, se hizo tangible y así su imagen pudo ser plasmada figurativamente por medio del arte. Aquel cuyo nombre era impronunciable comenzó a tener un nombre que puede deletrearse: Jesús, sin que por ello deje de ser el único nombre que bajo el Cielo puede salvar.

Por ello, dentro de esa discontinuidad en la continuidad que la persona de Jesucristo trajo en nuestra relación con Dios y también en la consideración del propio ser humano, no es de extrañar que la condición del arte cristiano y de los artistas creyentes experimentara también un fuerte cambio. Así, a lo largo de la historia del cristianismo han existido personas que han conocido a Dios y se han relacionado con él a través del arte. Pero también ha habido personas que han dedicado su talento y su vida a tratar de expresar artísticamente aquello que su fe les hacía ver en su interior.

A ellos precisamente va dedicada esta serie, hasta el punto de que los artistas cristianos serán sus protagonistas. A lo largo de los próximos días iremos publicando los testimonios de personas que se aproximan a Dios y nos lo acercan gracias a su canto, diseño, pintura, escultura, arquitectura, danza y palabra. Ellos son testigos de la fe y por ello van a desvelarnos la mirada creyente que es capaz de colaborar con Dios en la «creación» del arte cristiano.

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