El escritor y dramaturgo francés Alfred de Musset ya lo dijo sin adornos en el siglo XIX: «Es la música lo que me ha hecho creer en Dios». Otros muchos jóvenes se han expresado en términos similares a lo largo de la historia cuando recordaban el inicio de su experiencia personal de fe. Yo mismo me sentí interpelado por la hondura de algunas canciones cristianas y estoy convencido de que fueron fundamentales para el inicio de mi vocación misionera a los 16 años. ¡Qué duda cabe! El arte en general y la música en particular son medios extraordinarios para acceder al misterio de Dios. No digo nada nuevo.
No podemos olvidar que lo bello nos habla de Dios porque él mismo es bello y se comunica por medio de su belleza. La experiencia estética, como Dios, nos conquista por exceso; es decir, por superar nuestra capacidad para definirla en palabras o razones. Ante una muestra artística bella sólo podemos exclamar «¡Qué maravilla!» o, en último caso, hacer silencio y contemplar la obra gustando su belleza. El arte nos lleva a Dios porque él es un artista. Su creación nos fascina tanto que en muchas ocasiones nos deja con la boca abierta. Quizá por eso nos seduce el arte del ser humano, porque en el fondo está en nosotros esa huella del Creador que nos hizo a su imagen y semejanza. Danzar, interpretar, cantar, esculpir, pintar… es el modo en que el ser humano imita, sin saberlo, a su Creador.
Queda claro entonces, el aplauso del público o la admiración de la obra del artista consciente de que su arte es expresión del misterio de Dios grabado en su corazón, no puede ser nunca causa de egocentrismo sino origen de una profunda actitud de agradecimiento.