Hay algunos que medimos el tiempo de manera diferente: el fin de año no es en diciembre, sino en junio; y el año nuevo es en septiembre. Pues bien, en estos días algunos ya andamos con el confetti. Es junio y se acaba el curso. Llega el momento de correr hacia la playa, la montaña, la piscina…o al propio sofá, del que no hemos sacada todo el partido. Y, mientras ultimamos cositas, nos preguntamos: ¿qué ha funcionado y qué no? ¿A qué debemos darle una vuelta? ¿Qué podríamos impulsar el próximo año? ¿A quién dejé atrás?

Los finales de etapa son complicados de cerrar. No podemos dar carpetazo sin más, presos del cansancio o del hartazgo. Aunque cueste, es conveniente revisar, evaluar y, luego, recalcular ruta. Esto tiene mucho que ver con cerrar una puerta. Sí, ya sé que no he descubierto nada nuevo con este símil, pero me ayuda mucho tenerlo presente cuando “huelo” que toca pasar a otra cosa.

A ver, si la puerta queda entreabierta, se corre el riesgo de volver a entrar y quedarnos en el “venga, me voy, pero espera a ver si me dejo algo”. Y si hemos salido pero no cerramos bien, puede haber corriente de un viento que ya no nos pertenece.

Ahora bien, no nos olvidemos de que, antes de salir por la puerta, debemos tener claro cuál es la puerta de salida; que no nos dejamos las llaves dentro (nunca se sabe si podrán abrir otras puertas…); y, sobre todo, que estamos seguros de que ese sitio del que salimos ya no es nuestro lugar.

En este instante traigo a mi mente las veces que “he cogido la puerta y me he ido” dando un portazo. Los ecos de aquellas puertas cerrándose a lo bestia retumban todavía en mi cabeza, preguntándome si no hubiera sido mejor hacer como decía una monja que conocí: «no cerramos de golpe, sino que acompañamos a la puerta hasta el final». Muy cierto. Incluso en los finales más duros no se deben perder las formas, ni la serenidad, ni esa templanza para decirnos «apaga la luz que nos vamos».

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