Cada vez más restaurantes disponen de Carta de Aguas: Chateldon (Francia), Speyside Glenlivet (Escocia), Antipodes (Nueva Zelanda), Elsenham (Inglaterra), Iskilde (Dinamarca)… Aguas de los manantiales más puros, de los acuíferos más profundos, de los hielos más inhóspitos. Agua abundante y al alcance de los que se la pueden pagar. Un agua para cada sed y una sed para cada agua. Sólo los necios y los pobres pasan sed hoy en día. Pero incluso las vidas más colmadas conservan un no sé qué de nostalgia y un fondo expectante en la mirada. Como un espacio disponible que llevamos grabado en el alma, como una cierta plenitud aplazada, que es como nuestro código de barras. Hay silencios que ninguna música puede callar, soledades que ninguna presencia puede acompañar, vacíos que ninguna sociedad puede llenar. Y hay una sed que ningún agua puede saciar.

Dios está en esa sed que no se conforma con cualquier agua. Y es que a Dios se le debe encontrar en la sed si se le quiere encontrar en el agua. Porque la sed de Dios es, mucho antes que la sed que nosotros tenemos de Él, la sed que Él tiene de nosotros. Sí, Dios se muere de sed por nosotros. Y es que el amor da sed, sed de la persona amada. Él conoce, ama y desea nuestra agua, y es por eso que su sed, nos salva.

Jesús en cruz es la viva imagen de un Dios sediento, que ama la humanidad hasta morir de sed por ella, una sed que no la apaga una esponja mojada en vinagre. Bajo la cruz, nuestra pequeña sed y la sed de Dios se hallan confrontadas. Su sed de justicia confrontada a nuestra sed de armonía; su sed de misericordia confrontada a nuestra sed de reconocimiento; su sed de compasión confrontada a nuestra sed de seguridad. No para empequeñecer nuestra sed, sino para ampliarla; no para ridiculizarla, sino para dignificarla. 

¡Bendita la sed que nos mantiene abiertos a Dios y a los demás! Las personas que han cambiado el mundo han sido personas profundamente sedientas. Han amado esa sed que les habla de Dios, incluso, cuando más les falta. Personas que han mantenido la sed de justicia, en el desierto de una injusticia asfixiante. Personas que han soportado la sed de paz, bajo la presión ensordecedora de las bombas. Personas que viven a fondo su fe en una Iglesia que a menudo las deja sedientas y las coloca al margen. Personas que se han podido llenar de Dios porque han renunciado a saciar aquélla sed con cualquier agua. 

Necesitamos personas, como la samaritana, que nos den las coordenadas de Aquél que nos puede dar la sed antes de darnos el agua. 

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