El reciente desmoronamiento del alto el fuego en Gaza, pese a los aparentes esfuerzos internacionales por sostenerlo, vuelve a recordarnos la fragilidad humana.

La tregua, que había sido presentada como un signo de esperanza, se ha visto quebrada por ataques, acusaciones mutuas y nuevas operaciones militares que golpean, una vez más, a la población civil.

Desde una perspectiva cristiana, este hecho toca la puerta de nuestra conciencia, y es que la guerra no sólo destruye vidas o ciudades, sino también la confianza e incluso la fe.

Sin embargo, Jesús nos llama a mirar más allá de los bandos, reconociendo en cada víctima —israelí o palestina— el rostro de Dios.

No se trata de justificar ni de condenar, sino de mantener viva la compasión. En mi opinión, la paz no se impone por la fuerza, sino que se construye con justicia y verdad.

En este sentido, los cristianos estamos llamados a ser sembradores de paz, no sólo con palabras, sino con gestos concretos y con la oración. El Evangelio de ayer nos recordaba “la necesidad de orar siempre y sin desfallecer” (Lc 18,1), una exhortación que hoy cobra fuerza ante tanto sufrimiento y desesperanza. Tal vez no podamos detener las bombas, pero sí impedir que el rencor anide en nuestro interior, para así aprender a ver, en el enemigo, a nuestro hermano.

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