Hace cinco siglos que sabemos que el sol no gira alrededor de la Tierra, sino justo al revés. Es nuestro planeta quien rota y orbita –siguiendo una trayectoria elíptica– en torno a la estrella que da nombre al sistema solar. Sin embargo, el lenguaje se resiste a reflejar lo que Copérnico, Kepler y Galileo demostraron. Por eso seguimos afirmando que el sol se levanta al amanecer y se pone al atardecer. ¿A qué se debe este anacronismo lingüístico? ¿A un mecanismo sicológico que se aferra a la intuición? ¿A un residuo histórico heredero del primer rechazo que la idea provocó? ¿A la simple pereza que resiste cualquier tipo de cambio?
Sea por la razón que sea, lo cierto es que desde el siglo XVI, cuando se formuló el modelo heliocéntrico como la forma más razonable y precisa de explicar lo que vemos en los cielos, el lenguaje –al contrario que la Tierra– no se ha movido. Otro ámbito en el que la inercia lingüística resulta llamativa es el de la religión. A pesar de lo mucho reflexionado, discutido y escrito, hemos heredado muchas expresiones que se resisten a desaparecer del imaginario y del lenguaje de los creyentes: «Dios te ha castigado»; «Aquel sí que es un auténtico creyente»; «Ese se va a condenar»; «En el mundo hay gente buena y mala».
Estas expresiones bien merecen el nombre de herejías, porque entran en conflicto o contradicen elementos centrales de la fe cristiana. Como sucede con la herejía científica del geocentrismo, se resisten a desaparecer. En particular, hay dos sobre la que teólogos y pastores han llamado la atención: el gnosticismo y el maniqueísmo. Estas herejías son anteriores al nacimiento de Jesús, pero recorren la historia de la Iglesia, llegando hasta nuestros días.
Los gnósticos, como ha recordado Francisco, creen que con sus explicaciones «pueden hacer perfectamente comprensible toda la fe y todo el Evangelio. Absolutizan sus propias teorías y obligan a los demás a someterse a los razonamientos que ellos usan» (Gaudete et exultate, 39). Es la tentación del teólogo y del intelectual. Frente a ella, es bueno recodar que toda palabra y todo lenguaje –y no ya una simple expresión– se vuelve anacrónico y tramposo, resulta limitado para poder hablar de Dios. «Si lo entiendes, no es Dios», advertía san Agustín. «Nosotros llegamos a comprender muy pobremente la verdad que recibimos del Señor. Con mayor dificultad todavía logramos expresarla» (GE 43), alerta Francisco.
El problema del gnosticismo es que nos hace creernos mejores: más sabios, más capacitados, más lúcidos. Y eso nos conduce a la otra herejía, la del maniqueísmo: a dividir el mundo en dos. Buenos y malos, puros e impuros, creyentes e infieles, santos y pecadores.
Copérnico, Kepler y Galileo denunciaron el geocentrismo, aunque su contribución no se refleja todavía en el lenguaje. Los anacronismos lingüísticos ponen en evidencia que los cambios en el modo de pensar y hablar tardan siglos para surtir efecto. Ojalá algún día podamos dejarlos atrás y adoptemos, de una vez por todas, el heliocentrismo y el teocentrismo. Ojalá dejemos que sea Dios el centro y su luz –y no nuestras percepciones– la que ilumine nuestras vidas.