Carlos Alcaraz acaba de ganar su sexto grand slam, una hazaña propia de los más grandes, y más a su edad, despertando así un gran repertorio de merecidos elogios. No obstante, este hito de Alcaraz tira por tierra la lógica de un hábito bastante propio del ser humano: la de criticar a la generación venidera, creer que no estará a la altura. Dicho de otro modo, esa costumbre, típica de cada generación, de pensar que el sucesor siempre será peor, ya sea en la Iglesia, en la política o en cada una de las familias. Porque es tan injusto como parecido a uno de los pseudodogmas de la modernidad: pensar que el pasado es malo porque sí, y hay que superarlo, sencillamente porque el pasado es algo malo.
Ya Sócrates, Aristóteles e incluso San Agustín disparaban dardos contra los jóvenes, no sin falta de razón en más de una ocasión, pues cada generación porta su pecado. Y aquí los tópicos pueden ser infinitos, tanto como las manías del que se lanza a la piscina. Sin embargo, ejemplos como Alcaraz en el deporte, y otros tantos referentes en distintas disciplinas, donde su vidas transparentan frescura, responsabilidad, ambición, sacrificio y buen hacer, muestran que la humanidad puede ir a mejor. Y que son aptos para liderar la sociedad con madurez y sensatez, y que se escapan del paternalismo vacío de sus predecesores, y que les convertían en ineptos per se y les achacaban unos cuantos prejuicios desde un adanismo bastante mal digerido, o un espíritu juvenil bastante oxidado desde hace décadas.
Ojalá este tipo de referentes jóvenes -y que ya no son promesas, más bien realidades- no nos hagan caer en la insoportable tentación de comparar entre épocas, y de esta forma nos lleven a ver en los jóvenes signos de esperanza y confianza en el futuro, asumiendo que lo mejor, desde Dios, siempre está por venir.
En la Biblia , para San Pablo está bastante claro: “No dejes que nadie te menosprecie por ser joven” (1 Tim 4,12).



