Últimamente me he empezado a fijar en la cantidad de manifestaciones que se convocan cerca de donde vivo. Es interesante que hoy en día, ante cualquier situación, una de las primeras ideas que surge es convocar una concentración o una manifestación.

Aunque se podría criticar que a veces las manifestaciones cargan más la mano en la protesta que en la propuesta, creo que nos dan muchas cosas importantes en que pensar.  Nos hacen ver la necesidad que tiene el ser humano de reunirse y expresar lo que vive mediante frases, símbolos, cantos. También de responder a distintas situaciones, ante las que no sabemos muy bien que hacer, sencillamente haciéndolas visibles mediante lo más elemental que tenemos, que es nuestra propia presencia. Nos recuerdan que hay cosas que no podemos darnos a nosotros mismos, y por eso necesitamos pedirlas (aunque a veces vengan envueltas más bien en la exigencia).

Esta «acción pública», en resumen, parece ser un rasgo muy enraizado en la naturaleza del ser humano. Se le pueden dar distintos nombres, pero tiene ya uno muy antiguo, que creo que es especialmente significativo, el de liturgia.

Desde hace tiempo, algunos amigos nos juntamos para una acción pública concreta. Manifestamos que el amor de Dios revelado en Jesucristo es la respuesta a los deseos más profundos del ser humano, a sus insuficiencias, y a la esperanza de un mundo más justo y en paz y de una vida que supera la muerte. En medio de un mundo que se mueve entre el conflicto y la indiferencia, esta acción fraterna y subversiva también tiene un nombre propio: Eucaristía.

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