Se acaban de cumplir 5 años del movimiento del 15M. La crisis prolongada, la insatisfacción de muchos jóvenes y las redes sociales propiciaron una serie de protestas en muchas ciudades de España y el mundo y abrían un nuevo panorama político y social inédito en nuestra democracia. Gritos que pedían más democracia. Gritos que buscaban culpables. Y también gritos de indignación ante un panorama terrible.

Hoy los gritos siguen presentes en cada periódico. Desgraciadamente los que más se oyen están en el deporte. Pero también grita la naturaleza en un cementerio de neumáticos. Gritan muchos por los refugiados cuyas voces no queremos oír. Gritan los políticos sabiendo que sus voces son sordas y sin interés para la mayoría. Entre tantas voces, corremos el riesgo de pensar que con la queja –muchas veces necesaria– y el ruido podemos solucionarlo todo. Nos olvidamos de que el cambio pasa por nosotros y que el espíritu no se puede quedar solo en la palabra, por muy alto que sea su volumen. El deseo de cambio debe cristalizar en actos sólidos y sensatos capaces de construir el Reino de Dios.

La llegada del espíritu que celebramos en Pentecostés no se puede limitar a la fuerza que nos lleva a gritar y que un día enmudece por afonía o cansancio. Tampoco es el voluntarismo que se desintegra ante las adversidades. La llegada del espíritu infunde el deseo de volver a reconocer y a vivir desde el amor que un día nos descolocó y que habita en nosotros cuando la realidad parece que se vuelve oscura. El espíritu decide actuar y transformar la realidad porque los dones que trae no llevan al grito, sino al amor.

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