A las afueras de Belén, José se detuvo con el corazón en un puño. Todo permanecía en silencio, como si el mundo contuviera el aliento ante lo que iba a suceder. En el fondo de la cueva que los protegía, María, serena, esperaba el momento.
Una nube oscura cubrió el interior, y de pronto la bóveda se iluminó con una claridad insoportable para los ojos humanos. La luz se retiró lentamente, dejando en su lugar a un niño que buscó el pecho de su madre. La salvación había nacido en secreto, envuelta en un resplandor que excedía toda naturaleza.
El lugar era humilde. Un pesebre de piedra servía de comedero para los animales. El buey y la mula, ajenos al misterio pero partícipes de la escena, masticaban la paja mientras su aliento tibio envolvía al recién nacido. La fragancia del heno mezclada con la humedad del espacio ofrecía un cobijo inesperado, como si la creación entera se inclinara ante el acontecimiento.
Las comadronas, llamadas por José, se detuvieron en el umbral, cegadas por la claridad que brotaba del interior. Zelomí se atrevió a entrar y quedó sobrecogida al ver que la Virgen había dado a luz sin dolor ni sangre, permaneciendo intacta. Su voz proclamó el prodigio. Salomé, en cambio, vencida por la duda, quiso poner a prueba lo imposible. Al extender la mano, la incredulidad se volvió castigo: sus dedos se secaron al tocar a María y un fuego invisible la envolvió en llanto.
En su desesperación, un mensajero celestial se le apareció con dulzura. Le dijo que se acercara al niño, que lo adorara y lo tocara, pues en él estaba la salvación del mundo. Salomé obedeció, y al rozar los lienzos que envolvían al recién nacido, su mano sanó. La angustia se transformó en júbilo y la duda en certeza.
Así, en aquella cueva humilde, la eternidad se abrió paso entre luces y sombras. El nacimiento del Mesías no tuvo cortejos ni trompetas, sino el silencio del cosmos y la fe restaurada de quienes lo presenciaron.



