Una noche estaba cenando con mi padre y pusimos la radio. Cogimos una noticia a medias. El locutor habló de «esta señora», y pronto pude entender que estaba narrando otro episodio de la dramática llegada de inmigrantes a las costas canarias. Pero lo que dejó una huella en mí es que este buen locutor se refirió a una mujer que había llegado en patera a nuestras tierras como «señora».
Creo que nunca había oído referirse con el apelativo de señora a una mujer que llega a nuestras costas en patera. He escuchado «una inmigrante”, «una africana»… Pero creo que «señora», nunca. Me pareció que el locutor le estaba dando una dignidad con esa simple palabra que muchas veces, seguramente sin mala intención, podemos olvidar. Y desde entonces me ha hecho pensar que un detalle así puede hacernos bien.
Pasados unos días busqué en Internet, me daba curiosidad por qué aquel locutor se había fijado en esta señora en particular. Resultó que era una mujer sin piernas. Lo cual todavía causó en mí más impresión por lo que suponía de coraje y necesidad hacer un viaje así en su condición. Un miembro veterano del equipo de emergencias declaró que no recordaba nada igual. Y todavía me sorprendió más que la señora, Gilzan se llamaba, estaba sonriente cuando recibía la atención de los voluntarios de Cruz Roja al desembarcarla en silla de ruedas. En un medio de comunicación leí que había dicho que buscaba ayudar desde España a su madre.
Estas historias tan reales, tan cercanas a nosotros, nos lanzan un fuerte mensaje, un mensaje digno de toda una señora.



