¿Se imaginan no conocer a su propio hijo hasta su funeral? Esto les sucedió a los padres de Piergiorgio Frassati al ver una iglesia rebosante un día de julio de 1925. Miles de personas acudieron al funeral del santo; gente pobre, obreros provenientes de barrios marginales de Turín. Desconocidos que se encontraron para decir su último adiós y que se unieron a la fascinación de los señores Frassati al corroborar cuánto bien había hecho un hijo que ya no estaba con ellos.

Piergiorgio Frassati nació en Turín en 1901, en una familia acomodada. Él, sin embargo, eligió un camino distinto: el del servicio. Estudiante de ingeniería de minas, pasaba su tiempo libre visitando barrios marginales donde llevaba comida, ropa y consuelo a los más necesitados. Se preocupaban porque no estudiaba aunque siempre recibía sus críticas con una sonrisa. Sin quejas ni alardes, llevaba comida, ropa y consuelo a los necesitados hasta que, a los 24 años, contrajo poliomielitis visitando a los enfermos y murió repentinamente el 4 de julio de 1925.

Hoy Frassati sube a los altares junto con Carlo Acutis. Y, aunque su historia nos es más ajena, ambos son pruebas de que no hay una edad para ser santo. Ni demasiado pequeños ni demasiado viejos, nunca es pronto ni tarde para el amor. El papa León nos invitaba hoy a los jóvenes a exprimir al máximo la vida y hacer de ella una “obra maestra”. Esto significa dejar de lado la indiferencia y la superficialidad; mojarnos y traducir nuestra fe en compasión por el necesitado, cada uno a su modo. Ser suficientemente libre para elegir el servicio. Y Frassati es vivo testimonio de esto porque sabía a qué estaba llamado y cómo cargar con su cruz para seguirle a Él.

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