Con voz serena y firme, el cacique indigena me dijo: “Padre, tú no eres tan importante”. Fue durante los preparativos de una fiesta comunitaria —una celebración que ellos llevaban generaciones organizando— y mis ganas de ayudar fueron enmudecidas por la claridad de su mirada.
Yo, entusiasmado, quería aportar decoraciones, ideas, logística. Pero olvidaba un principio elemental: ellos portan siglos de sabiduría, saberes ceremoniales y memoria colectiva. Mis esfuerzos no creaban nada nuevo; solo añadían soluciones superfluas ante una realidad que ya estaba viva y plena sin mi intervención.
Aquellas palabras me hicieron revivir una lección: acompañar no es ostentar protagonismo. En el corazón de la Amazonía, el deseo de reconocimiento propio encuentra su contrapunto en el reconocimiento de quienes sostienen la comunidad con generaciones de tradición. Si me coloco en el centro, desplazo a quienes realmente cargan el peso —no por egoísmo, sino por responsabilidad histórica.
Desde allí, entendí que sus palabras alertan sobre “ayudas” que ignoran el valor del Otro, destruyendo más de lo que construyen.
Para un nosotros, esto significa aprender humildad: no proponer sin escuchar, no dirigir sin consultar, no destacar sin permitir que el otro brille por su propia identidad. Significa aprender a estar en silencio y acompañar sin pretensiones.
La fiesta terminó hermosa: ellos como protagonistas, yo como apoyo discreto. Mi rol cobró sentido solo cuando me coloqué al margen del foco, reconociendo que su historia no necesita confirmación externa.
Entendí entonces que ser menos importante no es desprecio, sino una forma de dignidad: aceptar que quien sostiene el tejido cultural de una comunidad merece ocupar el centro, y que mi humildad puede servir realmente.